¿Edulcorando la Verdad?

Papa Francisco en Santa Marta (ANSA).
Papa Francisco en Santa Marta (ANSA)

“Ante todo (…) la hostilidad de los que quieren silenciar la Palabra de Dios, edulcorándola, aguándola o acallando a los que la anuncian. En este caso, Jesús anima a los Apóstoles a difundir el mensaje de salvación que les ha confiado.”

Estas palabras del papa en el ángelus del domingo 21 de junio me han animado a escribir estas líneas. No sé si mis pensamientos coinciden plenamente con los que bullían en la mente del papa al pronunciar esas palabras, que él vinculaba a advertencias del Señor a los apóstoles y primeros discípulos, para que no tuvieran miedo a tres situaciones que se podrían presentar. Esta sería la primera.

¿Quiénes, hoy, en la Iglesia podrían caber entre los que quieren edulcorar las palabras de Cristo, y al aguarlas, quitarles su verdadero sentido, y llegar así a convertir externamente a la Iglesia, quizá más allá de sus propias intenciones, en una organización que no reconocería ni el mismo san Pablo, por no decir san Pedro?

Los que apenas mencionan a la Santísima Trinidad, Dios Uno y Trino. Los que, para acercarse a todas las religiones, apenas hablan de la singularidad de Cristo, Dios y Hombre Verdadero, Único Redentor de los pecados de los hombres que nos anuncia la Verdad de Dios, el Camino para vivir en Dios y con Dios, la Vida, el amor de Dios que nos da vida.

Los que sitúan, de alguna manera, en el mismo nivel de redención y de salvación, a todas las religiones que los hombres hemos ido construyendo a lo largo de la historia para tratar de relacionarnos con un ser absolutamente desconocido, y solamente añorado y temido en la lejanía. Y no hablan con toda claridad de la Única Religión revelada, y por tanto verdadera, en su tradición judeo-cristiana, manifestada por Dios en la Vida y en la Palabra de Dios Hijo, Jesucristo. Luz del mundo.

Quienes tienen miedo al “espíritu” del siglo, y no tienen ni la fe, ni la esperanza, ni la caridad de los primeros cristianos, ni de la Iglesia a lo largo de los siglos, para mantener firme la predicación sobre los pecados que impiden al hombre mirar al Cielo, descubrir el amor de Dios, arrepentirse del mal que se hacen, y le llevan a encerrarse en su propio infierno: soberbia, envidia, pereza, ira, avaricia, lujuria, gula, etc.; y de manera muy particular, quienes anhelan aguar toda la moral sexual que se ha vivido en la Iglesia, y pretenden aceptar toda práctica sexual: homosexualidad, adulterios, fornicación, etc. etc., bendiciendo, por ejemplo, uniones homosexuales.

Quienes quieren borrar toda conciencia de la necesidad del arrepentimiento, de volver a la casa del padre, de recorrer el camino del hijo pródigo, y no se convierten de su mal actuar: el Señor nos echa una capa de misericordia y con eso nos basta, dicen.

Quienes intentan, y ponen en marcha reuniones así llamadas “sinodales” –que nadie sabe exactamente qué son, en qué consisten y que misión tienen dentro de la Iglesia-, para poner en tela de juicio las enseñanzas de fe y de moral que la Iglesia ha vivido desde el primer siglo.

Quienes no mencionan a la Virgen Santísima, Madre de Dios y madre nuestra, y apenas recuerdan su Inmaculada Concepción, sin Pecado concebida; ni su Asunción al Cielo en cuerpo y alma gloriosos.

 

Al recordar esa situación de los que “quieren silenciar la Palabra de Dios, edulcorándola, aguándola o acallando a los que la anuncian”, el papa subraya que: “En este caso, Jesús anima a los Apóstoles a difundir el mensaje de salvación que les ha confiado”; y les insiste en que “tendrán que decir “a la luz del día”, esto es, abiertamente, y anunciar “desde las azoteas” –así dice Jesús-, es decir, públicamente, su Evangelio”.

Ese era mi deseo al comenzar estas líneas; y lo sigue siendo al terminarlas.

ernesto.julia@gmail.com

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