Tres cantos a la vida

Bebé en el vientre materno.
Bebé en el vientre materno.

Los que quieren proclamar las leyes de la Europa del futuro parece que están preparando un borrador de ley que a efectos legales establece la igualdad de todas las células humanas. O sea, que todas reciban el mismo trato y, por lo tanto, puedan servir para experimentos, ensayos, de todo tipo.

Esa posible ley se acerca a la barbaridad moral y jurídica de la ley que concede el “derecho” a abortar. Con toda desfachatez, reconocen que en el paquete de la igualdad, un embrión tiene la misma consideración que una célula de un brazo, de un pie y, por lo tanto, se pueden hacer manipulaciones a un ser vivo en los primeros momentos de su existencia.

¿Por qué ese desprecio a la Vida en una civilización que acabó con la esclavitud, con la trata de personas, entre otras barbaridades con el ser humano?  ¿Se diferencian esas leyes de las puestas en práctica, por Stalin, por Hitler, etc.?  

Sólo cuando Europa vuelva a reconocer y defender la dignidad de la vida humana desde el instante de su condición hasta el momento final, comenzará a renacer de sus cenizas. Y ese paso sólo lo dará si vuelve a Dios, si regresa a Jesucristo.

Los clamores de muerte, las noticias de asesinatos, de violencias, de exterminios masivos de seres humanos, parecen sepultar los cantos a la vida –historias de cada día- que surgen por doquier, y sin cesar, en este mundo nuestro que, por muy viejo y decrépito que se pueda presentar, no estará nunca del todo cansado de vivir.

La primera historia es sencilla, y quizá algo cruel en el drama que encierra. Llevaban más de veinticinco años aguardando, día a día, un hijo. Algunos embarazos se habían parado naturalmente apenas iniciados; sin siquiera dar lugar ni tiempo a que la esperanza de un buen fin echase raíces hondas. En esta ocasión la realidad se presentaba de forma más llana y luminosa. La criatura pasó con alguna dificul­tad el término del primer mes, y en vista de que su asentamiento daba toda la impresión de ser particularmente frágil, los médicos recomendaron reposo absoluto.

La madre llevó con una sonrisa el cansancio, los inconve­nientes y los nerviosismos de cuatro meses seguidos en cama, vividos día a día, noche a noche. Ya con cinco meses, la criatura dio síntomas de encontrar­se más a gusto. La ilusión de poder concluir el embarazo sin más percances, se abrió en el corazón de todos.

Unos dolores imprevistos, ya avanzado el sexto mes, dieron al traste con la criatura y las ilusiones. La ida al hospital fue una carrera contra el tiempo y toda clase de obstáculos. Al fin se consiguió organizar un equipo médico dispuesto a salvar al niño. Su edad, seis meses, permitía suponer que ya estaba preparado para sobrevivir con la ayuda de los medios que hoy proporciona la medicina. No fue así. Su corazón era demasiado débil para latir al ritmo requerido, y apenas se mantuvo en activo el tiempo suficiente para recibir el agua del bautismo, y un nombre, que constará ya toda la eternidad en el cielo: previendo un desenlace de este tipo, el padre le había encargado a un enfermero amigo suyo que lo bautizase sin perder un minuto.

Cuando la madre me narró las vicisitudes de este parto imprevisto, recordó lo guapo que era el recién nacido y recién muerto hijo suyo, y no pudo contener la emoción de no poder dar su calor a la criatura a quien dio vida.

 

Regresé a casa despacio, rezando. Sonaban en mis oídos las palabras de la Escritura: "¿Dónde está, oh muerte, tu victoria?"; y con esa música de fondo, en un cruce de calles, un nuevo clamor de vida se presentó en mi caminar: una mujer minusválida física­mente llevaba de la mano un hijo, entre dos y tres años. La criatura no reflejaba ninguna de las carencias de su madre, ni del padre, también afectado de una cierta malformación muscular. La alegría por el primer hijo se prolongaba en la sonrisa de la madre, ya embarazada del segundo.

¿Por qué, me pregunté, algunos pretenden privar a personas semejantes del gozo de la maternidad, de la paternidad? ¿No estarán tratando -fue mi sospecha- de abrir la puerta a un nuevo racismo, más sádico y ladino que los que hasta ahora ha padecido la humanidad?

Al llegar a casa me esperaba otra historia brevísima llena de vida; quizá mejor, de muerte trasformada en vida. Era la carta de una familia amiga que me informaba de un nacimiento ansiado y esperado. La madre había llevado ya tres embarazos. El primero había dado el fruto de una niña encantadora, sana y robusta. Los dos siguientes apenas duraron pocos meses. El cuarto, el actual, acababa de llegar a término, y la criatura se presentaba al mundo con el síndrome de Down.

La primera reacción de la familia, padre y abuelos, fue de pena, desencanto, desilusión y queja apenas ahogada hacia Dios. ¿Por qué, Señor?, se preguntaba el padre, cristiano de fe arraigada. La hermosura del niño no conseguía ocultar su mal; lo convertía incluso en una carga menos llevadera, como una maldición.

Nadie encontraba las palabras adecuadas para comunicar la noticia a la madre, que ya preguntaba cuándo podría tener en sus brazos al último fruto de su vida. La verdad estaba ahí, y no cabía ocultarla.   Su madre y su marido le dieron la noticia, tratando de hacer menos amargo un momento llamado a estar lleno de felicidad.

Sin ocultar una lágrima y sin dudarlo un instante, pidió que le mostraran enseguida a su hijo. Apenas lo vio, lo acarició, lo acunó, lo besó, lo acercó a su pecho. La tristeza del pesar, no consiguió ahogar la alegría de este nuevo fruto del misterio inefable del vivir. Y comentó, ya con una serenidad y una paz que sorprendie­ron a todos: "Así lo ama Dios; así lo hemos de querer nosotros".

Cerré la carta, y me convencí una vez más de la perenne victoria de la vida sobre la muerte. Y pensé también en los protagonistas de estos destellos del vivir, hombres y mujeres que consiguen convertir la muerte en el primer clamor de vida eterna.

ernesto.julia@gmail.com

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