Caminar juntos (III)

El Evangelio.
El Evangelio.

“En muchas regiones, las Iglesias están profundamente afectadas por la crisis de los abusos sexuales, de poder y de conciencia, económicos e institucionales. Se trata de heridas abiertas, cuyas consecuencias aún no se han abordado plenamente. Además de pedir perdón a las víctimas del sufrimiento causado, la Iglesia debe unirse al creciente compromiso de conversión y reforma para evitar que situaciones similares se repitan en el futuro” (Instrumentum laboris, n. 4).

¿Son esos, verdaderamente, los problemas que afectan a la Iglesia? ¿Para resolver esas cuestiones es para lo que “caminamos juntos”?

Quizá la contestación a esas preguntas nos la quieren dar estas palabras del n. 26, del mismo documento: “En este sentido, una Iglesia sinodal es abierta, acogedora y abraza a todos. No hay frontera que este movimiento del Espíritu no sienta que debe cruzar, para atraer a todos a su dinamismo. La radicalidad del cristianismo no es la prerrogativa de algunas vocaciones específicas, sino la llamada a construir una comunidad que viva y testimonie una manera diferente de entender la relación entre las hijas y los hijos de Dios, que encarne la verdad del amor, fundada en el don y la gratuidad. La llamada radical es, pues, a construir juntos, sinodalmente, una Iglesia atractiva y concreta: una Iglesia en salida, en la que todos se sientan acogidos”.

¿Se quiere decir con esas palabras que la Iglesia de Cristo, que lleva caminando en la tierra desde hace más de 2.000 años, no es acogedora, no es concreta, no encarna la verdad del Amor de Cristo, muerto y resucitado? ¿Se pretende, con esas palabras, construir una “nueva” Iglesia?, ¿una Iglesia que sea “nuestra Iglesia” y que sea como una continuidad de la que fundó Cristo?

Estas palabras del n. 18, siempre del mismo documento, ¿nos dan una respuesta a la pregunta?:

“De la escucha del Pueblo de Dios surge una progresiva apropiación y comprensión de la sinodalidad «desde dentro», que no deriva de la enunciación de un principio, una teoría o una fórmula, sino que se mueve a partir de la disposición a entrar en un proceso dinámico de palabra constructiva, respetuosa y orante, de escucha y diálogo. En la raíz de este proceso está la aceptación, personal y comunitaria, de algo que es a la vez un don y un desafío: ser una Iglesia de hermanas y hermanos en Cristo que se escuchan mutuamente y que, al hacerlo, son transformados gradualmente por el Espíritu”.

Lógicamente, el documento da por supuesto que la “escucha” es siempre al Espíritu Santo, aunque esas dos palabras se sustituyen, en la mayoría de los casos, por la simple palabra Espíritu: “fruto de la experiencia del camino sinodal, que es una escucha del Espíritu por medio de la escucha de la Palabra, de la escucha de los acontecimientos de la historia y de la escucha recíproca entre los individuos y entre las Comunidades eclesiales, desde el nivel local hasta el continental y universal” (n. 22).

Me permito una pregunta: ¿De verdad están convencidos quienes han redactado este Instrumentum, de que es el Espíritu Santo a Quien están escuchando?

En las propuestas provenientes de los que se “escuchan”, no he visto ninguna referencia a anunciar a Cristo, Hijo de Dios vivo, Dios y hombre verdadero; ninguna palabra que invite a una verdadera conversión de los pecados, ni del arrepentimiento, ni del sacramento de la Penitencia, de la Confesión. Ninguna referencia al anuncio de la Salvación ofrecida por Cristo, ni a la Moral predicada por Él y anunciada al mundo por su Apóstoles.

 

Esa “nueva iglesia de la escucha”, y la escribo con minúscula, ¿puede decir de verdad que: “La escucha dada y recibida tiene una profundidad teológica y eclesial, y no sólo funcional, siguiendo el ejemplo de cómo Jesús escuchaba a las personas con las que se encontraba”. ¿Se limitaba Cristo a escuchar?

“Sígueme”, y Mateo dejó la mesa del recaudador de impuestos, y le siguió. “Se me ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra. Id pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Y los Apóstoles, que habían oído de Jesús estas palabras –“Seguidme y os haré pecadores de hombres. Ellos, al momento, dejaron las redes y le siguieron”-, dieron su vida obedeciendo al Señor.

Hago mías las palabras del sacerdote francés Luc de Bellescize, publicadas recientemente en Famille Chrétienne, en una Carta abierta a un nuevo cardenal con motivo de la JMJ y del Sínodo”.

“No dimos nuestra vida por otra cosa que no sea toda la fe católica en Jesucristo, el único que tiene palabras de Vida Eterna. No soñamos con “otra Iglesia” que la que servimos, con su belleza inmutable que viene de Dios y su claroscuro que viene de los hombres. Con su tradición viva que escudriña con benevolencia y vigilancia los cambios del mundo, pero que no puede traicionar el orden divino inscrito en la Creación”. 

ernesto.julia@gmail.com

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