Laudato Si. Caminar en paz sobre la tierra

En el cuidado de la Creación el hombre no puede perder la visión de conjunto; los horizontes de su vivir. Sólo así trabajará con espíritu de servicio a los demás, y sólo así descubrirá el verdadero sentido de la vida.

El Papa lo recuerda en uno de los últimos párrafos de la Encíclica: “Al final nos encontraremos cara a cara a la infinita belleza de Dios, y podremos leer con feliz admiración el misterio del universo, que participará con nosotros de la plenitud del fin. Sí, estamos viajando hacia el sábado de la eternidad, hacia la nueva Jerusalén, hacia la casa común del cielo” (n. 243).

Con esa perspectiva, es lógico que el Papa subraye que toda idea de progreso y desarrollo, tan necesarios para erradicar la pobreza del mundo, y desarrollar así las energías escondidas en la propia naturaleza, debe ir acompañado de un valoración ética que, más que un límite, será un cauce para el progreso:

“No es posible frenar la creatividad humana. Si no se puede prohibir a un artista el despliegue de su capacidad creadora, tampoco se puede inhabilitar a quienes tienen especiales dones para el desarrollo científico y tecnológico, cuyas capacidades le han sido donadas por Dios  para el servicio a los demás. Al mismo tiempo, no pueden dejar de replantearse los objetivos, los efectos, el contexto y los límites éticos de esa actividad humana que es una forma de poder con altos riesgos” (n. 131)

Con mucha facilidad, el hombre se olvida de la existencia del pecado; y de que esa realidad del pecado afecta sus decisiones, sus actuaciones, también en este campo del progreso, de la defensa integral de la Creación, y del uso que, para su bien y el bien común de todos los hombres, ha de hacer de lanaturaleza.

“Se suele justificar que se traspasen todos los límites cuando se experimenta con embriones humanos vivos. Se olvida que el valor inalienable de un ser humano va más allá del grado de su desarrollo. De ese modo, cuando la técnica desconoce los grandes principios éticos, termina considerando legítima cualquier práctica. (…) La técnica separada de la ética difícilmente será capaz de autolimitar su poder” (n. 136)

A quienes ven en esta Encíclica una simple llamada a defenderse del así llamado “cambio climático” –realidad sobre la que los científicos no se han puesto todavía del todo de acuerdo-, les vendrá bien no perder de vista esa llamada ética, que no se limita solamente al cuidado de la naturaleza, sino, y de manera particular, al cuidado del hombre que debe custodiarla y hacerla florecer:

“Dado que todo está relacionado, tampoco es compatible la defensa de la naturaleza con la justificación del aborto. No parece factible un camino educativo para acoger a los seres débiles que nos rodean, que a veces son molestos o inoportunos, si no se protege a un embrión humano aunque su llegada sea causa de molestias y dificultades: «Si se pierde la sensibilidad personal y social para acoger una nueva vida, también se marchitan otras formas de acogida provechosas para la vida social»” (n. 120).

Y al cuidado, conviene recordarlo, del hombre tal y como ha sido creado por Dios:

 

“También la valoración del propio cuerpo en su femineidad o masculinidad es necesaria para reconocerse a sí mismo en el encuentro con el diferente. De este modo es posible aceptar gozosamente el don específico del otro o de la otra, obra del Dios creador, y enriquecerse recíprocamente. Por lo tanto, no es sana una actitud que pretenda “cancelar la diferencia sexual porque ya no sabe confrontarse con la misma” (n. 155).

Acoger de esta manera la Creación en toda su singularidad, ayuda al hombre a desarrollar un sentido de solidaridad, además de liberarlo del egoísmo y de pensar sólo en su interés y provecho, le abre a las buenas relaciones con los demás, y a la relación personal con el Creador.

“Cuando el pensamiento cristiano reclama un valor peculiar para el ser humano por encima de las demás criaturas, da lugar a la valoración de cada persona humana, y así provoca el reconocimiento del otro. La apertura a un «tú» capaz de conocer, amar y dialogar sigue siendo la gran nobleza de la persona humana. Por eso, para una adecuada relación con el mundo creado no hace falta debilitar la dimensión social del ser humano y tampoco su dimensión trascendente, su apertura al «Tú» divino. Porque no se puede proponer una relación con el ambiente aislada de la relación con las demás personas y con Dios. Sería un individualismo romántico disfrazado de belleza ecológica y un asfixiante encierro en la inmanencia” (n. 119)

Con estas afirmaciones, el Papa pone ante la inteligencia del hombre actual la Verdad de toda la Creación, la Verdad del compromiso de Dios con los hombres, y de los hombres con Dios. Es larga la cita, pero vale la pena:

“Si no hay verdades objetivas ni principios sólidos, fuera de la satisfacción de los propios proyectos y de las necesidades inmediatas, ¿qué límites pueden tener la trata de seres humanos, la criminalidad organizada, el narcotráfico, el comercio de diamantes ensangrentados y de pieles de animales en vías de extinción? ¿No es la misma lógica relativista la que justifica la compra de órganos a los pobres con el fin de venderlos o de utilizarlos para experimentación, o el descarte de niños porque no responden al deseo de sus padres? Es la misma lógica del «usa y tira», que genera tantos residuos sólo por el deseo desordenado de consumir más de lo que realmente se necesita. Entonces no podemos pensar que los proyectos políticos o la fuerza de la ley serán suficientes para evitar los comportamientos que afectan al ambiente, porque, cuando es la cultura la que se corrompe y ya no se reconoce alguna verdad objetiva o unos principios universalmente válidos, las leyes sólo se entenderán como imposiciones arbitrarias y como obstáculos a evitar” (n. 123).

Palabras fuertes y claras que manifiestan, en definitiva, la actuación y la consideración del hombre que ha roto la buena relación con el Creador, y pretende “robarle” la Creación. El hombre que actúa así tarda tiempo, por desgracia, en darse cuenta de que Dios le ha dejado la naturaleza, la creación, para que la cuide para su bien, y para el bien de todas las generaciones de hombres y de mujeres que caminaran por la tierra hasta el final de la historia.

Francisco invita a esta aventura a creyentes y a no creyentes en Jesucristo; y a todos los hombres, también a los “ateos ilustrados”, en la esperanza de que, contemplando la Creación, descubran al Creador.

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