Historia y Eternidad: Cristo en Jerusalén

No pocos hombres hoy se empeñan en borrar del horizonte de su vida la eternidad. Quieren que en su vivir cuente el instante y nada más. Si acaso hablan de historia, pero sin que los hechos a los que se refieren les afecten demasiado. Quieren quedarse al margen de la historia y de la eternidad.

Entre esos hombres, muchos quieren borrar la existencia de Cristo de su propia memoria, y de la memoria de los demás. Y lo hacen porque son conscientes de que Jesucristo es un “tema” difícil de manejar y, por tanto, mejor borrarlo del horizonte si es posible.

El camino que emplean para conseguirlo es doble. De un lado negar toda huella de su presencia real, histórica, en la tierra; y pretender así eliminar su rostro del alcance de la mirada de los seres humanos; y convertirlo en un “fantasma”, en una creación de mentes delirantes.

De otro lado, cuando eso es imposible de conseguir por la abundancia de rastros, testimonios, etc., etc., que hacen patente la presencia de un hombre llamado Jesús, “que se decía Dios, Hijo de Dios”; tratan de reducir su persona a un recuerdo deletéreo, a cuatro enseñanzas más o menos sabias; sin atreverse jamás a mencionar su pasión, su estancia en Jerusalén, su muerte en el Calvario, su Resurrección. Quieren borrar la presencia del Eterno en la historia de los hombres.

Cristo les deja actuar. No tiene un gesto aparatoso, llamativo, que les pudiera servir para reflexionar un poco. Él sabe que a estos hombres, no les preocupa la “idea”, el “concepto” de Dios, que cada uno haya podido crearse para su uso y consumo; esos “conceptos” de  Dios que manejan la mayoría de los ateos cuando se lanzan a negar su existencia. De “ese dios” hacen bien en negar su existencia real, porque de verdad existe sólo en su imaginación.

Lo que les hacer perder la luz de su inteligencia es no reconocer la presencia en la tierra de Dios hecho carne; del Hijo de Dios hecho hombre. Lo expresa muy bien un personaje del “Ulises” de Joyce, cuando pregunta a su amigo si cree en Dios,  y le aclara que la pregunta es sobre si cree en Cristo, si cree que Cristo es Dios; porque esa es la verdadera cuestión.

Cristo permanece en silencio en los rincones de Jerusalén, y es muy difícil negar que está “ahí”.Y sale al encuentro del peregrino en el lugar en el que lloró sobre Jerusalén; en la piedra de un rincón del Huerto de los Olivos sobre la que vivió su Agonía; en el lugar que contempló la traición de Judas;  en la ladera del monte donde se encontró a Pedro llorando después del canto del gallo.

Son minoría los que en Jerusalén creen en Él, en su Divinidad; es cierto. Pero Él permanece en silencio acompañando a los millones de peregrinos que cada año vienen de todos los rincones del mundo para acompañarle en las orillas del Mar de Galilea, mientras espera que los apóstoles desembarquen y dejen en la ribera la carga de peces; y a vivir después con Él  su agonía, su muerte, su Resurrección.

A veces me pregunto por qué Jesucristo ha querido dejar visibles estas huellas claras, materiales,  reales, de su paso sobre la tierra; por qué ha dejado que se encontrasen los maderos en los que fue clavado y murió; los lugares de su Nacimiento, de su Ascensión, la tumba en la que resucitó. Y ha mantenido su presencia en esos lugares sin manifestarla con ningún hecho extraordinario

 

Y pienso que ha querido que hayan sobrevivido esos rastros de su presencia después de tantas devastaciones y paso de ejércitos sobre la tierra que Él piso, en la esperanza de que los hombres al comprobar su Historia, abramos los ojos a su Eternidad; y descubramos su eterna espera del arrepentimiento del hombre por su pecado, su eterno ofrecimiento de su misericordia, para que el hombre al recibirlo se abra el camino de la salvación.

Al besar la piedra de la Agonía del Señor me han venido a la cabeza imágenes de Cristo que he contemplado a lo largo de los años. He quitado de mi mente, enseguida, el Jesús del juicio final de Miguel Ángel, que entre Florencia y el Vaticano nunca estuvo en Jerusalén; y me acordé del  Cristo escupido y objeto de burlas, ya coronado de espinas, de Fra Angélico en el convento de san Marco de  Florencia, y en el Cristo de la Buena Muerte de Juan de Mena, en Sevilla.

Y al salir del Huerto de los Olivos medité.

El Cristo de las iglesias de Roma es, sin duda, el mismo de las ruinas de Jerusalén. Los que creemos en Él, ¿queremos encerrarlo en los esquemas culturales con los que nos manejamos en nuestra vida, para así pretender comprenderlo mejor? ¿No está más cerca del Misterio inefable de Dios hecho carne el Cristo escondido en el Santo Sepulcro de Jerusalén, que el Jesús del Juicio Final de la Capilla Sixtina?

“Venid a Mí, todos los que estáis agobiados y Yo os aliviare”

El corazón de Cristo que palpita en el silencio del Monte de los Olivos, nos invita a seguir siempre abiertos a conocerle mejor; y nos hace más  conscientes del Misterio de su divinidad hecha carne. Un Misterio que nunca penetraremos del todo en nuestro caminar en la tierra; pero que nos dará Luz para que la Roma “eterna”, que los cristianos llevamos en el corazón, abra siempre su espíritu a los horizontes del Eterno que se acerca a nosotros en Jerusalén.

ernesto.julia@gmail.com  


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