El Bautismo de Felipe, un niño Down
La madre lo recibió con un cierto temblor de espíritu. Desde los primeros meses del embarazo, los médicos le habían informado de la presencia de la posible enfermedad en la criatura que crecía en sus entrañas. Era el tercero de los hijos.
Ante la presión de algunos familiares, y las sugerencias de un médico, la sombra del deseo de que aquella criatura no llegase a nacer, de que se muriese en su seno, rondó en su mente. Enseguida desechó la posibilidad de que la muerte, si llegaba, hiciera su aparición por un aborto provocado. La criatura seguiría el curso normal de su propia vida, como sus otros hermanos, y a su tiempo, lo verían sus ojos; y comenzó a quererlo con el mismo amor con que acogió a los otros frutos de sus entrañas.
Como buena creyente, la madre vivió los meses de embarazo entre oraciones a la Virgen Santísima, a San José, y a un santo de su particular devoción. La petición era constante: que el Señor le diera fuerzas para llevar a la criatura, y un corazón nuevo y engrandecido, para amarlo como a los demás, e incluso más, porque lo necesitaría más. En definitiva, quería amarlo como Dios ya lo amaba.
La criatura nació en paz y transmitió paz a toda la familia. Sus hermanas lo recibieron con los brazos y los corazones abiertos. Nunca habían visto un rostro semejante, y comenzaron a hacerle caricias, a entretenerle, entre biberón y biberón.
En el entorno del barrio, hacía ya muchos años que no se veía una criatura Down; y no faltaron bien pronto comentarios con críticas y rechazos por la aparición de la criatura: ¿Qué vida le puede esperar a esa criatura?, decían unos; otros, más mezquinos, llegaban a comentar: “Lo ha traído al mundo para hacerle sufrir, No hay derecho”.
La madre, convencida de que un día su hijo, como la estaba mirando a ella mientras lo acunaba, “vería a Dios”; y que también a esta criatura se aplicaba lo que Jesucristo había dicho a los apóstoles sobre los niños: “dejad que se acerquen a Mí”; pasaba por alto todo tipo de habladurías, sin pestañear. Allí estaba su criatura viva y con buena salud; y eso bastaba.
Y llegó la hora del Bautismo. El cura preparó todo con esmero, y quiso hacer las ceremonias de la forma más solemne posible. Se revistió con capa pluvial; los espero a la entrada del templo; y fue explicando paso a paso todos los detalles del rito.
La criatura permaneció en silencio al recibir el agua bautismal sobre su cabeza. “Yo te bautizo en el nombre del Padre; y…del Hijo; y…del Espíritu Santo”. Y el Espíritu Santo llegó sobre la cabeza y el corazón del niño, como sobre la cabeza y el corazón de cualquier otro bautizado.
Y fue ungida con el Crisma, como todos los hijos de Dios en Cristo Jesús.
El niño no hablaba. Miraba a su alrededor, y su sonrisa parecía manifestar a su madre el profundo agradecimiento de haberlo dejado salir de su vientre, y poder respirar al aire libre.
Y toda la familia confirmó en la celebración, que habían recibido con gozo el nacimiento de aquel niño; y que con gozo lo habían presentado a la Iglesia para que fuera bautizado en la Fe de la Iglesia y de sus padres. Y al gozo de los padres se unió el gozo del Ángel Custodio de la criatura.
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