Reflexiones sobre una blasfemia
Han sido muchas, y muy diversas, las voces que se han alzado para lamentar, protestar, etc., por el acto blasfemo en la inauguración de los juegos olímpicos. A juegos terminados, escribo estas palabras que quieren ser un acto de desagravio ante una ofensa semejante a Nuestro Señor Jesucristo en la Eucaristía, y a la Iglesia por Él fundada.
Al contemplar la representación blasfema, me han venido a la cabeza las palabras de la muchedumbre que, en el Calvario y al llegar la noche, dejaron el lugar insultando al Señor, mofándose de Él invitándole, con un cierto sarcasmo, a manifestar su poder bajando de la Cruz como condición para que le creyeran.
Junto a las reacciones contrarias a un espectáculo blasfemo semejante, quizá los promotores no podían ni siquiera pensar la profunda reacción de tantos católicos en todo el mundo.
Una reacción que ha movido muchos corazones a desagraviar; a manifestar un amor íntimo y personal a Cristo Crucificado, y a renovar su fe en Cristo Eucaristía. Muchas oraciones han llegado al Cielo. Desde el Rosario vivido en tantos rincones del mundo desagraviando por la ofensa a Cristo, y rezado a la vez por la conversión de los que han montado ese espectáculo; hasta Vigilias al Santísimo en no pocas parroquias de toda la tierra.
Dos días después de este hecho, hubo un apagón general de luz en París. Toda la ciudad se quedó a oscuras salvo la iglesia del Sagrado Corazón. Situaciones semejantes cada uno las interpreta como quiere. Y es lógico que también algún alma buena la considere como una llamada de atención del Cielo para recordar a más de una persona la verdad que cada día se hace más palpable en esta Europa que se está suicidando cultural, vital y espiritualmente: si nos apartamos de la luz de Dios, nuestros ojos sólo verán la oscuridad de nosotros mismos, y al vernos en el espejo apenas veremos otra cosa que una mancha oscura.
En más de un comentario aparecido en la prensa ha aparecido un calificativo del acto que es, en mi opinión, muy acertado. Se habla de un “acto diabólico”. Es cierto que el diablo necesita la cooperación de un ser humano para hacer el mal. Si no encuentra esa cooperación puede bombardear libremente el espíritu de un hombre, de una mujer, pero si no encuentra respuesta a la tentación, su actuar es estéril; se va con las manos vacías.
En la exhibición sobre el Sena el diablo encontró buenos colaboradores. Y dejó claro que la Eucaristía, la Presencia Real de Cristo, Dios y hombre verdadero, en la Eucaristía es la Presencia de Cristo en la tierra que más molesta al diablo. La acción de Dios Uno y Trino que más hondamente penetra en el corazón y en la inteligencia de los creyentes, los acerca a Él y los defiende de las insidias diabólicas.
Y en esta ocasión el diablo se ha servido de la misma condición humana que tan útil le fue en 1968: la sexualidad. Cuando el hombre se aparta de Dios abre el camino para caer en una desbandada sexual. Ya ocurrió ese año en París, como recordarán alguno de los lectores, y que llevó consigo un desprecio declarado al Sexto Mandamiento de la Ley de Dios, y un caer en manos de un instinto animal sexual sostenido y alentado por el diablo.
Ahora, en la inauguración de los juegos olímpicos, los promotores de este indigno espectáculo han querido utilizar una parodia del cuadro de Miguel Ángel “La última cena de Jesús”. ¿Qué han conseguido? En pocas palabras, un bodrio lgtbiq etc., que aparte del mal gusto, nada tiene de artístico y sólo consigue manifestar un rechazo a Dios, a la Creación –“hombre y mujer los creó”-, al verdadero amor entre una mujer y un hombre, y una llamada a lo que denominan “amor sexual libre”, que ni es libre –es puro instinto-, ni es amor; es una simple búsqueda de placer animal,
Apenas consigue expresar hasta qué grados de miseria humana, cultural, social, podemos llegar los seres humanos cuando nos alejamos de Dios Creador, Redentor y Santificador, y utilizamos para ofenderlo y rechazarlo una blasfemia dirigida a Jesucristo, Dios y hombre verdadero, que nos amó hasta dar su propia vida por nosotros, y desde lo alto de la Cruz nos ofrece el perdón también por nuestras más mezquinas y rastreras blasfemias.
Ernesto Juliá Díaz
ernesto.julia@gmail.com