La opaca sombra del aborto

No voy a entrar en los recovecos jurídicos e ideológicos que hay detrás de esos intentos de inhabilitación. Ya he visto que autorizadas firmas de juristas, y el mismo magistrado llamado en causa, han expuesto sus argumentos de manera bien convincente.

Me limito a considerar el fondo del asunto.

Ese tentativo no tiene lugar en China, en Arabia Saudita, en Cuba, o en alguno de los países que gozan de la merecida y lamentable fama de no respetar dos principios fundamentales del convivir democrático: la separación de poderes, y por tanto la independencia del Poder Judicial; y el respeto de los Derechos Humanos.

No. Esto ocurre en nuestro país que, por desgracia, no vive en toda su amplitud y sentido el primero de esos principios; pero que al menos hace todo lo posible para intentar llevar a la práctica el segundo, aunque en no pocos casos tampoco lo consigue, como en el caso de la defensa de la vida del que va a nacer.

Aun en lo momentos en los que en el imperio romano se practicaban más abortos, a ningún político, ni jurista se le ocurrió negar "el derecho a la vida del nasciturus"; y no sólo a la vida, tampoco a la herencia de sus padres, a los honores que pudieran haber acumulado la familia, etc.

Por desgracia, y en nuestro país, los entonces componentes de Tribunal Constitucional llegaron a una conclusión que ciertamente no les honra, y no quedará como el mejor timbre de honor en su carrera jurídica, ni de la historia del Tribunal

"Sentencia 116/1999, 17 de junio 1999: "los no nacidos no pueden considerarse en nuestro ordenamiento constitucional como titulares del derecho fundamental a la vida que garantiza el artículo 15 de la Constitución".

Los ecos provocados por esas palabras ya se han perdido, también por desgracia. Quizá alguno que la ha suscrito la leerá ahora con vergüenza.

Para hacer memoria a los lectores, transcribo el art. 15 de la Constitución española:

 

"Todos tienen derecho a la vida y a la integridad física y moral, sin que en ningún caso puedan ser sometidos a tortura ni a penas o tratos inhumanos o degradantes. Queda abolida la pena de muerte, salvo lo que puedan disponer las leyes penales militares para tiempos de guerra".

Aceptando el aborto, vuelve a estar en vigor la "pena de muerte", sin necesidad de esperar el estallido de una guerra. Una "pena de muerte" que se aplica a un ser -que entra dentro de ese Todos del art. 15- porque ya tiene la vida -y no hay científico que lo niegue-; y que se ve privado no solo del derecho sino de la propia vida, por el simple hecho de no haber asomado su cabeza, sus pies, fuera del seno materno.

Y aun más. Se le priva del derecho, de la vida, y se le destroza en pedazos; o sea, es sometido a "penas, tratos inhumanos y degradantes". Por eso se cierran los ojos para no ver los trozos todavía vivos del cuerpo de un recién abortado.

Los romanos respetaron el derecho del "nasciturus", del que va a nacer, porque sabían muy bien que hay una "ley natural", anterior al Estado, anterior a todos los Parlamentos del mundo, que garantiza la realidad más digna de protección, con más derecho a vivir, que existe sobre la tierra: el ser humano, hombre y mujer. Y esa "ley natural" está ahí, sea cual sea la fe, la religión de cada uno.

No me gusta recurrir a argumentos "ab homine"; argumentos en los que quedan vinculadas las personas de los interesados. En este caso, sin embargo, me parece hasta obligado hacer una pregunta a quienes firmaron esa abominable sentencia de 1999, y a los que preparan ahora el estudio sobre la constitucionalidad del aborto:

¿Le hubiera gustado que ese no derecho a la vida se les hubiese aplicado a ellos, y que sus madres les hubieran abortado? No estarían aquí para dar una respuesta, ciertamente. Pero, siendo hombres con inteligencia, a la pregunta hipotética si pueden responder. Y rectificar es de sabios.

Ernesto Juliá Díazernesto.julia@gmail.com

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