Universidades como aldeas galas

La Universidad que necesitamos.
La Universidad que necesitamos.

Estos días miles de jóvenes en España comienzan sus estudios superiores y suelen aparecer voces que se lanzan a evaluar la situación de la Universidad. Algunas advierten de que el nivel ha mejorado, atendiendo al impulso de la investigación, al sistema de becas para quienes no tienen recursos o sufren discapacidad... Llevan parte de razón. Otras (creo que es un enfoque más preciso), recordando los fines que la configuraron, ofrecen un diagnóstico negativo, apoyándose en argumentos más que procedentes. Sin embargo, algunas de estas últimas se olvidan de reconocer que la institución ofrece lo que la sociedad demanda, y hoy se conforma con poco, de modo que si hay crisis en la Universidad es porque hay una crisis cultural. Achacar a la institución la culpa entera de su deterioro, cuando la sociedad anda tan desorientada, resulta ingenuo. Por otro lado, en cada casa se cocina distinto, y hay centros donde los alumnos todavía encuentran alimento sustancioso (y docentes que se lo procuran con verdadera proclividad), aunque otros sobrevivan en cadenas de fast food.   

Con todo, estas líneas no son para enjuiciar a la Universidad, sino para recordar el espíritu que originó la más alta fundación nacida en Europa. Y esto no responde a una ensoñación nostálgica, sino a una invitación a la coherencia: si una institución mantiene su nombre, defiende su naturaleza; si se dedica a otros quehaceres, lo justo es cambiarlo.   

¿Qué es la Universidad? Una comunidad de docentes y estudiantes en busca de la verdad (de modo que, si no hay verdad, no tiene nada de lo que ocuparse), con unas misiones concretas (la formación profesional superior, la investigación científica y humanística, la educación de la persona y la transmisión de la cultura. Unos fines que no son excluyentes entre sí, sino que deben acometerse a la vez, de modo que, si se da uno sin los otros, no hay Universidad).    

¿Y cuáles son las prácticas que la adulteran? La respuesta apenas puede esbozarse, ni siquiera enumerarse en estas líneas, pero ahí van algunas tendencias que vemos reproducirse cada año… Los ataques a la libertad de investigación y de cátedra, así como los folletines que se disfrazan de publicaciones y venden humo (el veneno ideológico está infiltrado en la Academia); los profesores desubicados (a los que el alumno y las clases molestan porque les quitan tiempo para acceder a un sexenio); la politización de forma (esta semana hemos vivido un nuevo episodio de la Universidad como pretexto para la agitación política, cuando no es el lugar) y de fondo (los falsos ropajes democráticos sobran en la vida universitaria, pues generan intereses y cadenas de favores…)   

Hay otros virus: el descenso del nivel académico, de la exigencia y, por tanto, de la excelencia; el despotismo y la corrupción (sobre todo, intelectual y moral); el servilismo económico (la Universidad no es una empresa; según leía en una tribuna recientemente, es un templo que debe ser sufragado y nunca profanado). Relacionado con ello está la tendencia de dar más peso a una serie de capacitaciones (que, seguramente garantizan una colocación profesional), a costa de marginar otras disciplinas que tienen que ver con el arte, el pensamiento, la palabra, en definitiva, con el patrimonio cultural de Europa (que encierra una sabiduría y fecundidad que se hace añicos, entre otras razones, por no custodiarse en las aulas).    

Dicho lo cual (pido disculpas por la generalidad y el desorden de las ideas), no creo que la salida sea claudicar, pues la Universidad es necesaria. Muchas personas así lo creen todavía, y permanecen como los famosos galos de Uderzo y Goscinny… Apremia que así sea. Es el momento de resistir, quizás viviendo un movimiento de sístole que más pronto que tarde produzca la diástole de una cultura verdaderamente humana.  

Carola Minguet Civera

Universidad Católica de Valencia

 
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