Soberbia intelectual

Mathieu Le Nain - The Academy or The Amateurs Meeting c1640  - (MeisterDrucke-116794)
Mathieu Le Nain - The Academy or The Amateurs Meeting c1640 - (MeisterDrucke-116794)

Algunas noticias se han hecho eco de que la Aneca ha propuesto que también se puedan acreditar sexenios de investigación con méritos como patentes, informes, trabajos técnicos o artísticos, exposiciones, catalogaciones… pues, según advierte en una entrevista su directora, Pilar Paneque, la exigencia de publicar constantemente lleva a un sistema científico de cantidad, no de calidad.   

Resulta interesante cuestionar la dictadura de los papers y las revistas científicas, como también conviene protegerse de una concepción utilitarista de la academia. La universidad es un espacio para transmitir el saber, no para mercadear con él, de modo que el pragmatismo no puede ser el principio rector. Hay muchos temas que funcionan sin tener interés social alguno y tantos otros que, siendo necesarios, se desechan porque no son rentables, desencajan en el catálogo de moda o se salen de lo políticamente correcto. Cuántos estudios se encaran para engordar currículums sin generar fruto alguno.  

Por otro lado, estas dinámicas confunden al investigador que se consuela cuando tiene más publicaciones que el colega de departamento, siendo que, en cualquier momento, alguien puede descabalgar la parcialidad de su conocimiento. O se envanece, se engríe, está pagado de sí mismo, lo cual resulta todavía más absurdo. Un coeficiente intelectual elevado, manejarse bien leyendo, hablando, calculando, escribiendo… y creerse alguien por eso es una necedad, pues son capacidades de las que uno dispone un tiempo y, seguramente, dejará de tener cuando enferme o envejezca. Por mucho que queramos olvidarlo, el ser humano es finito, mortal.  

Además, a los talentos uno les saca partido cuando los pone al servicio de los demás. De hecho, tradicionalmente ha existido el juramento inmaculista, al menos en universidades católicas, precisamente para que se encaren las clases y los estudios con humildad y con apertura a la verdad. A esa actitud socrática debe llevar la investigación si es verdadera. El intelectual auténtico, el científico con mayúsculas, es consciente de que no sabe nada y se sobrecoge ante lo que descubre. Navega por El Quijote o por la obra de Shakespeare y, en lugar de perderse en el ensayismo, el adanismo o en teorías fetichistas del lenguaje, descubre que tiene mucho que aprender sobre la vida y la condición humana. Contempla un embrión, una galaxia… y se encoge, se hace pequeño ante un misterio que supera su inteligencia.   

La investigación bien planteada abre a la trascendencia. Por eso el mayor riesgo en el mundo universitario es la soberbia intelectual, que no deriva de las tecnicidades de un sistema variable ni de la feria de las vanidades en las que a veces se transforma una facultad. Se trata de un problema más profundo, de actitud existencial, de un asunto del corazón.   

Resulta arriesgado citar La Ciudad de Dios de Agustín de Hipona, pero la profundidad antes referida apunta a un desorden de amores. En su tesis, el filósofo y teólogo se refiere a dos ciudades: los habitantes de la ciudad terrena se aman a sí mismos hasta el desprecio de Dios. Los habitantes de la ciudad celeste aman a Dios hasta el desprecio de sí mismos. Esta es la clave. El investigador o intelectual soberbio pone a la criatura, esto es, a sí mismo –a sus criterios, a sus experiencias– como piedra angular del edificio de su vida y su saber. Y así actúa. Se enreda en las ideas, los conceptos, en una recreación de la vida pensada, prescindiendo de la vida vivida, sin comprender nada. Queda desconectado de la realidad. 

En este punto, conviene advertir de que el envaramiento puede derivar en una suerte de locura, no en el sentido de perturbación patológica de las facultades mentales, sino de actitud vital imprudente, insensata. Chesterton lo explica con humor en Obstinada ortodoxia cuando critica ciertos cenáculos de intelectuales:   

«Lo que llamamos el mundo intelectual está dividido en dos clases de personas: las que veneran la inteligencia y las que la usan. Hay excepciones; pero, generalmente hablando, no son nunca la misma gente. Los que usan la inteligencia nunca la veneran; saben demasiado sobre ella. Los que veneran la inteligencia nunca la usan; como se ve por las cosas que dicen sobre ella. De aquí ha salido una confusión entre la inteligencia y el intelectualismo (…) Yo he visitado frecuentemente tales sociedades, en condición de tonto común o normal, y casi siempre he encontrado allí unos pocos tontos que eran más tontos de lo que yo habría creído posible en un hijo de mujer; gente que apenas tenía cerebro para ser considerado como idiotas. Pero les comunicaba un resplandor interno encontrarse en lo que ellos consideraban la atmósfera del intelecto; porque lo veneraban como a un dios desconocido».  

 
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