Rostro a rostro

Conversar.
Conversar.

Entre los núcleos temáticos propuestos en el Sínodo de la Sinodalidad está el diálogo con la sociedad, aunque desconozco si está incluido el colectivo LGTBIQ+. Una duda que, más allá de esta reunión, surge a muchos católicos que se preguntan en su día a día, en sus trabajos e instituciones, si deberían contestar a los dogmas que abraza.  

Lo primero que cabría plantearse es la posibilidad del diálogo, pues cuando uno se presenta como víctima, el otro es culpable, y es muy difícil empezar a hablar con esa etiqueta pegada en la frente. La dificultad crece en la medida en que el victimismo se ha elevado a rango de ley, de modo que, si se pone entre interrogantes su discurso, el culpable, además, está cuestionando la legitimidad de un derecho humano (nada más y nada menos).

A ello se suma que se entra en la afectividad y en la sexualidad y, por tanto, en el amor, que es el núcleo de la identidad de una persona. En definitiva, no hablamos de si hay que llevar una camisa azul, violeta o con todos los colores del arcoíris, sino de una amalgama de cuestiones que dificultan sobremanera el diálogo, si quiere enfocarse con seriedad.   

Lo que pasa es que, pese a la dificultad, hay quien defiende entablarlo. Y tiene sentido, entre otras razones, porque la reacción frente a los planteamientos LGTBIQ+ muchas veces ha sido apartarse, lo cual es una forma de reafirmar su victimismo y la sospecha de que el otro es culpable.   

Entonces, ¿conviene acercarse al colectivo?, ¿y cómo? No lo sé.  

Los autores del libro Nadie nace en un cuerpo equivocado, José Errasti y Marino Pérez Álvarez, muestran cómo se ha impuesto la autodeterminación de género con una retórica conspirativa, es decir, desde la aspiración a imponer sus pensamientos y actuaciones y con la pretensión de silenciar a quienes se atreven a disentir.

Lo más grave, no obstante, es que la teoría queer (entender la sexualidad de las personas como una construcción social discursiva, fluida, plural y continuamente negociada), así como sus productos derivados, son delirantes desde el punto de vista antropológico y suponen un desafío contra la creación y contra el Creador. En este sentido, no puede haber puntos de encuentro porque la luz y las tinieblas se excluyen.   

Sin embargo, en cualquier sociedad es fundamental conversar, y esto no implica únicamente hablar, sino estar al lado de. Es una lectura que está haciendo parte de la Iglesia sobre este asunto: no suscribir ni aprobar la ideología, pero tampoco condenar con la indiferencia a quienes se la han creído. Es razonable. Si la relación siempre es la no relación, el abismo entre unos y otros se hace insondable. El problema es que esta oquedad ya está entre nosotros.

Como escribió recientemente Juan Manuel de Prada, vivimos en una época maldita en la que unos están orgullosos de ser homosexuales y otros de no serlo. También advirtió de que tanta concentración de orgullos acabará inexorablemente tirándonos unos a otros los trastos a la cabeza. “Mucho más difícil es crear un mundo en el que podamos aceptar y aun amar generosamente a quien no es como nosotros; pues no puede haber convivencia entre orgullosos. En el orgullo siempre hay odio y cólera y otras formas de turbiedad pasional”, reconoció. 

 

El tema no está resuelto. Habrá veces en que apremiará apartarse (en un reportaje publicado el domingo en el diario Levante-EMV, un joven que se definía a sí mismo como no binario abogaba por la eliminación de lo masculino y lo femenino y de las “categorías genéricas” hombre y mujer). Otras, sin embargo, convendrá acercarse sin claudicar, pues se reniega de las ideologías y de los ideólogos, pero no de los hombres que caen atrapados en sus redes. Por otro lado, si se opta por el diálogo, quizás no deba plantearse únicamente desde el punto de vista de los colectivos (además, suena muy marxista), sino propiciar encuentros personales. Uno a uno. Rostro a rostro.   

Carola Minguet Civera 

Universidad Católica de Valencia 

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