El plan de acción para la democracia y el espejismo de la mayoría

1984.

Sobre el plan de acción para la democracia presentado la semana pasada por el Gobierno hay quienes han argüido que se trata de un programa diseñado ad hoc para defender al presidente y su esposa de los cuestionamientos planteados por algunas cabeceras. Otros ponen el acento en la inconsistencia del proyecto, que queda de manifiesto en la tensión existente entre los deseos de algunos partidos de derogar los delitos de libertad de expresión que afectan a las instituciones del Estado y a los sentimientos religiosos, y el deseo del Ejecutivo de reformar las leyes (en otra dirección) en lo que atañe al derecho al honor y al derecho de rectificación.

El borrador recoge medidas que van desde la transparencia y el buen gobierno de la administración pública, hasta la reforma del Código Penal y otras normas, incluida la ley de Protección de la Seguridad Ciudadana. Hay también disposiciones que conciernen a la Administración con el fin de facilitar la transparencia y la rendición de cuentas. Esto también está siendo un motivo de suspicacia, pues pretender abarcar tanto recuerda a la fábula del parto de los montes.

Por otro lado, el texto no esconde el objetivo de controlar a la prensa a través de la publicidad institucional, que es el punto donde quiero detenerme, aunque sea desde un planteamiento tan básico como recurrente.

Si el Gobierno decide qué medios son fiables y cuáles no, qué es un bulo y qué no lo es, no hay democracia, sencillamente. No creo que la democracia liberal sea la panacea, pues conformarse con el consenso de la mayoría, aunque el acuerdo no se ancle en lo que es bueno y verdadero, deriva en muchas limitaciones y contrariedades; de hecho, con la libertad de información, si esta iniciativa prospera, podría darse un nuevo caso de tratar de regular un derecho fundamental y desnaturalizarlo. Tampoco sé cuál sería el mejor sistema político ahora mismo, la verdad. Ahora bien, dado que estamos en este juego, lo honesto es seguir las reglas y no hacer trampas.

Según el proceso democrático, uno puede leer a Karl Marx y a Adam Smith. Por otro lado, si un periódico o una institución miente, hay mecanismos y cauces para denunciarlo. Sin embargo, cuando el Ejecutivo se arroga la potestad de dirigir esta dinámica, recuerda al Ministerio de la Verdad de George Orwell. El periodista británico denomina así en su novela ‘1984’ al departamento encargado de armar las mentiras gubernamentales, del mismo modo que el Ministerio de la Paz se ocupa de la guerra, el Ministerio de Amor de la tortura y el Ministerio de Abundancia de la inanición. Estas contradicciones no son accidentales, ni resultan de la hipocresía ordinaria, sino que se trata de ejercicios deliberados de manipulación. Si se propone una ley como ésta, debería aclararse la intención: no es para la acción democrática, sino para el control estatal de la información, de lo que se quiere decir y silenciar. Lo que ocurre es que la conveniencia política corrompe la integridad moral y el lenguaje.

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Otro tema es que, en el caso de aprobarse, acontezca en los medios de comunicación generalistas el espejismo de la mayoría, extendido en ciertas redes sociales. Este fenómeno, que puede estudiarse matemáticamente, se produce cuando una minoría influyente hace creer a la mayoría que una opinión minoritaria es en realidad la mayoritaria. Esto es posible debido a la proyección desproporcionada de ciertos nodos en la red. Es muy curioso: en la selva de Internet hay opiniones, tendencias, prácticas… extravagantes, raras o marginales, que, al presentarse como extendidas y aceptadas, acaban convenciendo al usuario de su normalización y generalización. A su vez, le hacen dudar de su propio parecer: quizás sea de sentido común, o compartido entre muchas personas, pero llegará a pensar que se trata de una posición aislada, trasnochada o insignificante.

Podría ocurrir que este espejismo se contagie a los medios de comunicación que cuenten con la financiación o el beneplácito del Gobierno. Y es peligroso, porque la treta sería fácilmente confundible con la legítima y sana independencia editorial. Es decir, no sólo puede lograrse que los medios vinculados a los gobernantes de turno estén en una situación de privilegio y competencia desleal frente a los que sean tachados de poco fiables, sino que no es lo mismo advertir al lector de que suscribes las premisas de Marx o de Smith, que hacerle creer que las doctrinas de uno u otro son las que siguen el grueso de la opinión pública.

Por eso conviene tomar conciencia de la gravedad de la iniciativa. Si bien es difícil que se apruebe, no por ello deja de ser pernicioso que se proponga. Igualmente, aunque la indiferencia es comprensible porque la gente está harta de triquiñuelas, curada de espanto que dirían algunos, no es una actitud recomendable. En distintas dictaduras y democracias degeneradas un buen número de ciudadanos no han sido conscientes del peligroso tránsito.