Periodismo contra el terror

Miguel Ángel Blanco.
Miguel Ángel Blanco.

La Audiencia Nacional ha dado otro paso para intentar resolver el asesinato de Miguel Ángel Blanco, el joven concejal del PP en Ermua (Vizcaya), del que el próximo mes de julio se cumplen 25 años. Así consta en el auto por el que el magistrado Manuel García-Castellón ha admitido a trámite la querella que presentó la asociación Dignidad y Justicia el pasado mes de febrero. Se trata de investigar si nueve ex jefes de ETA que en ese verano de 1997 formaban la cúpula de la banda terrorista tuvieron responsabilidad en este crimen, ya fuera por ordenarlo y planificarlo como autores intelectuales o por omisión al no impedirlo durante las al menos 48 horas que tuvieron para hacerlo. 

También la semana pasada el Defensor del Pueblo, Ángel Gabilondo, entregó su primer informe anual en el cargo a la presidenta del Congreso, donde se apunta que los derechos a la verdad y a la justicia de las víctimas de ETA no están completamente satisfechos. Ello no responde sólo a los centenares de asesinatos sin aclarar, sino también al dolor y humillación que suponen los actos públicos de homenaje a la banda que se convocan bajo diversas denominaciones y modalidades, pero que sustancialmente suponen apoyo y reconocimiento a los pistoleros. 

Combatir a quienes siembran el terror y poner todos los resortes necesarios de reparación a sus víctimas es una labor que implica a la sociedad entera, pero de un modo particular al periodismo. En primer lugar, visibilizando su acción: se ha comprobado cuando ETA se dedicaba a matar y se ve estos días en Ucrania con los bombardeos a civiles; sin los profesionales de la comunicación, la conciencia sobre la atrocidad acaba impune en la opinión pública. En segundo término, siendo honestos en el relato, lo cual no está reñido con el perdón (siempre es necesario y salvífico), pero sí con tergiversar la historia: en el País Vasco no ha habido un conflicto entre dos bandos, sino un grupo social que ha tratado de imponer su proyecto político a través del terrorismo. El Kremlin no está aplicando con Ucrania una “operación especial” en relación con la situación en la República Popular de Lugansk y la República Popular de Donetsk, sino un abuso perverso del poder, una masacre insensata, en palabras del papa Francisco. 

Es cierto que la cobertura del terror es un desafío complejo a la hora de mantener la ética y el equilibrio periodísticos (la violencia convierte en blancos no sólo a las víctimas reales, sino también a millones de espectadores y lectores). Además, la presión que se ejerce sobre los medios para atraer a una mayor audiencia provoca que muchas veces se caiga en la tentación del sensacionalismo o en la de ser los primeros en dar noticias, incluso antes de poder asegurarse de su exactitud. Pero es evidente que sin información no hay conocimiento de los hechos ni es posible la denuncia (de ahí la impotencia que provocan los nuevos niveles que han alcanzado la propaganda y la censura en Rusia y en China). 

Por ello, valgan estas líneas como memoria agradecida a los reporteros que se han creído este cometido noble de descubrir para defender -pese a las carencias y dificultades del oficio- hasta el punto de arriesgar la propia vida. Yo estudiaba mi primer curso en la Universidad cuando José Luis López de Lacalle fue asesinado al volver a su domicilio tras comprar la prensa (¡hay tantos periodistas cuya sangre tiñó España, sobre todo Euskadi!). Casi un mes después de que Rusia emprendiera su invasión a Ucrania se han reportado al menos cinco periodistas fallecidos; los nombres más recientes son Pierre Zakrzewski, de 55 años, y Oleksandra Kuvshinova, de 24, quienes murieron bajo fuego de disparos en Horenka, al oeste de Kiev, mientras cubrían la guerra para la cadena estadounidense Fox News. Honor y dignidad también para ellos. 

 
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