Aquella noche del 9 de noviembre

Noche de cristales.
Noche de cristales.

La noche es el ámbito de las tinieblas y la angustia, de la incomprensión, del ofuscamiento. Es el espacio en el que el mal, que se esconde ante la luz, puede prosperar. Aunque parece una eternidad, no ha llovido tanto desde aquella noche del 9 al 10 de noviembre de 1938 en la que simpatizantes del partido nazi, apoyados por la Gestapo y otras fuerzas de la policía, arremetieron contra la población judía en Alemania y Austria. Se saquearon y destruyeron sus casas, hospitales, escuelas, negocios y sinagogas.

También los cementerios; como señalaba Antonio Muñoz Molina tras visitar el de Stuttgart, «sobre la piedra y el mármol gastados por la intemperie, una crueldad homicida de hace más de ochenta años mantiene intactas las señales de un odio al que no le bastaba el exterminio de los vivos y exigía también la profanación de los muertos». Noventa y una personas fueron asesinadas durante esas horas y otras 30.000 acabaron arrestadas y posteriormente deportadas a los campos de concentración de Sachsenhausen, Buchenwald y Dachau. 

La Kristallnacht, considerada por los historiadores como el paso previo de la Solución Final y del Holocausto, se recuerda en el día de hoy, pero fundamentalmente para advertir del incremento de los movimientos racistas y neonazis, principalmente en Europa. No obstante, si recapitulamos la parte más oscura de la historia de Alemania, ¿la amenaza se encuentra únicamente ahí?

Seguramente, los líderes de estos grupos fanáticos engatusan con sus propuestas, como le pasaba a Hitler. Porque la mentira se suele presentar así: bajo la retórica de la seducción. También las promesas de la Revolución francesa, de la revolución proletaria y del Manifiesto de 1848 fascinaron y fascinan todavía. Sin este embeleso no se explica que muchos rusos sigan apoyando a Putin. Con todo, el problema no radica tanto en que haya dirigentes embaucadores como que las dinámicas políticas y legislativas los avalen en el poder, convirtiendo a las naciones en castillos de naipes, haciéndolas extraordinariamente vulnerables.

En un discurso en el Parlamento Federal alemán, Benedicto XVI desplegó su habilidad intelectual para argumentar sobre los desvaríos del derecho, capaces de convertir a un Estado en «una cuadrilla de bandidos muy bien organizada, que podía amenazar el mundo entero y empujarlo hasta el borde del abismo». Los alemanes saben por experiencia que estas palabras no son una mera quimera. El nazismo arrastró a Europa al abismo, aunque entonces no se tuviera conciencia de la debacle. 

Si bien no hay periodo que pueda repetirse, estamos en un momento histórico en el cual el hombre ha adquirido un poder hasta ahora inimaginable. Tiene la capacidad de destruir el mundo. Se puede manipular a sí mismo. Puede, como afirmó Ratzinger en el Bundestag, «hacer seres humanos y privar de su humanidad a otros seres humanos». La comparación es arriesgada y puede herir sensibilidades, pero hay disposiciones legislativas en España que van también por estos derroteros, eso sí, bajo ropajes de progreso y de libertad.

Vivimos rodeados de situaciones donde falta la luz, pero la oscuridad no es una llamada para que la luz se apague, sino una oportunidad para que la luz brille en las tinieblas. La historia nos enseña radicalmente que no podemos desentendernos ni apagarnos. Según cuenta Muñoz Molina sobre su visita, en el antiguo cementerio de Stuttgart, donde los asaltantes llegaron armados de picos y martillos para borrar los nombres, brilla el sol, se escuchan los cantos de los pájaros y se puede alumbrar la memoria de quien ponga un poco de atención.

Carola Minguet Civera.

Universidad Católica de Valencia.

 
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