Juegos de identidad

Alicia en el país de las Maravillas.
Alicia en el país de las Maravillas.

Si soy un gato, trátame como un gato”, increpó una niña a otra en el aula de un colegio británico. En el conflicto medió la profesora, quien reconoció el derecho a maullar de la alumna y censuró a la menor que se resistía a reconocer la identidad felina de su compañera. La historia, que trascendió hace unas semanas, lleva más de dos millones de visualizaciones en redes y también la han recogido algunos medios de comunicación.

El problema es que no se trata de una anécdota, pues se suma a una retahíla de casos en Reino Unido, donde cada vez más menores se identifican con “neogéneros”: unos se sienten caballos, otros dinosaurios, incluso hay una adolescente que dice ser una luna. 

El fenómeno tiene su propio concepto - “niños furry” - y va contagiándose a distintos países. Lo más preocupante es que algunos centros y familias, en lugar de remitirlo a médicos o psicólogos (aunque muchos ejemplos seguramente sean llamadas de atención al uso, que con paciencia y criterio deberían ser reconducidas por padres y educadores) proponen trasladarlo al debate público en términos de política de identidad.

Y es que para crear una identidad hoy sólo hace falta tener un relato, una marca, un palabro y un grupo de expertos que se lo venda a un Gobierno (o al revés). Un negocio tan redondo como peligroso. Si se juega con un balón y se cuela en un tejado, la pérdida es irrelevante. Si se juega en una relación, se sufrirá según la conciencia de cada cual. Pero jugar con la propia identidad suele acabar en un barranco. 

Por otro lado, todo esto es una anomalía, pues el conocimiento de uno mismo ha sido hasta fechas recientes el gran tema de la filosofía. En la Antigüedad y durante el Medievo estaba más o menos claro, pero en la Edad Moderna, científicos y pensadores empezaron a meterse en vericuetos abstrusos: puedo dudar de todo, pero de algo no puedo dudar y es de que estoy dudando; y si dudo pienso y si pienso existo y si existo soy… Razonamientos interesantes hasta cierto punto, pues dentro de la persona, además de dudas y pensamientos, hay un espíritu habitado que revela quién es uno y para quién. También existe un suelo sobre el que pensamos y dudamos, así como un cielo por encima de nuestros techos particulares. Pero bueno, me voy del tema…

El caso es que la identidad empezó a resquebrajarse con experimentos mentales hasta llegar a la posmodernidad, donde la pregunta sobre quién es uno a veces se plantea con seriedad cartesiana, pero la mayoría de las veces con frivolidad, y siempre con consecuencias. Por eso decían los griegos que el conocimiento más importante es el conocimiento de uno mismo. Hay que saber quién se es, saberlo cuanto antes y vivir de acuerdo. Y urge atinar. No se puede jugar a ser un oso ni a fluir entre géneros según el estado anímico y pretender salir indemne.  

Otro asunto que preocupa -y mucho- es que estos juegos de identidad se permitan en las propias instituciones. Personalmente podemos fantasear con ser gatos y perros, pero eso una institución no se lo puede tomar en serio. Las instituciones lo son porque son estables, porque su núcleo no cambia, aunque lo haga su periferia; de lo contrario, dejan de ser realidades en las que apoyarnos y se convierten en ludotecas.

Un adolescente puede hacer el imbécil en el aula, pero lo que no es de recibo es que lo haga la escuela. O la universidad. O el sistema de salud. Si en el colegio un niño necesita una cierta estabilidad cognitiva y afectiva y, cuando se le ocurre ser un pájaro o ir cada día a un vestuario porque no le apetece definirse sexualmente, se le permite, estamos perdidos. Igualmente, ¿dónde vamos a curarnos? ¿En hospitales cuyos médicos no reconocen que estamos enfermos?  

Podemos convivir (por ahora) porque estamos en un umbral de normalidad. Ahora bien, si llega el momento en que salimos a la calle y no nos sobrecoge ver a nuestro vecino ladrar, entraremos en el escenario de la locura. Y en ese escenario, la vida dura poco. Así, aunque sea por un instinto de supervivencia, dejemos a los animales que hablan para el País de las Maravillas de Carroll o para las fábulas de Esopo. Si secundamos los delirios, duraremos poco como especie (humana). 

 
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