¿Feminismo o antifeminismo? Es más sencillo

La creación de Eva.
La creación de Eva.

«El feminismo lo está cambiando todo», «lo que hasta ahora era normal ya no lo es», proclamó hace unos días Irene Montero al abandonar el Gobierno. Afirmó también que el feminismo «es un movimiento muy poderoso que conquista derechos haciendo preguntas que nunca nadie antes se hacía», aunque se echó en falta que concretara dichos interrogantes. Un alegato similar enarboló la ministra saliente de Derechos Sociales y Agenda 2030, Ione Belarra, quien alertó de una «oleada reaccionaria salvaje».  

Se ha criticado la actitud de ambas (en los sitios hay que saber estar, pero, sobre todo, saber irse; es incongruente votar la investidura de Pedro Sánchez y horas después arremeter contra él, etcétera). Muchos han aplaudido también su marcha por razón de los despropósitos de la ley del sólo sí es sí o la ley trans. No obstante, la despedida, así como la división evidenciada en la manifestación del pasado sábado contra la violencia machista (donde la nueva ministra de Igualdad apeló a la «unidad» del feminismo) invitan también a plantearse cuál es el discurso sobre la mujer que cabe brindarse desde las instituciones.

En este contexto, entiendo que, para hablar de la mujer, primero hay que reconocerla en sus distintas expresiones: joven, mayor, casada, con hijos, sin hijos, soltera, consagrada, ama de casa, trabajadora… y no en estereotipos que responden a una reducción ideológica. Es decir, es preciso acoger a la mujer encarnada, no divagar sobre una mujer ideada. De hecho, la ideologización ha llegado al disparate de relativizar el ser mujer (¿cómo se puede defender la identidad si la naturaleza femenina es un sentimiento, un capricho, un deseo?).

Tampoco tiene sentido un feminismo que sospecha de la maternidad, que no reconoce la misión de la mujer de acoger la vida y la necesidad de que la sociedad la ayude en esa encomienda, en lugar de apoyar unilateralmente y como consigna el aborto como si fuera un derecho. Aquí sí hay una obligación institucional real, y no en las exigencias infundadas vitoreadas en las campañas veraniegas de Igualdad o en la nefasta ‘Ahora que ya nos veis, hablemos’.  

Por otro lado, el feminismo debería asumir que es una tarea conjunta de hombres y mujeres la defensa de los derechos de la mujer, en lugar de plantear la confrontación, la división y la incompatibilidad entre la diferencia sexual. Para que fuese tomado en serio cabría igualmente que se abandonara el adoctrinamiento, así como la dinámica de escupir furia a cualquiera que disienta.  

En el fondo, se trata de buscar la felicidad de la mujer, que la abraza, al igual que el hombre, cuando es capaz de encontrar el amor, el reconocimiento, la valoración en distintos ámbitos (la familia, el trabajo, la participación política, el convento… donde elija libremente) y no en proclamas abstractas que no llevan a nada.  

Ahora bien, que éstas y otros dirigentes políticos previamente hayan fagocitado el feminismo no significa que no haya necesidad de que se superen (¡aún en el siglo XXI!) tendencias que desoyen la dignidad de la mujer. Para ello, si bien es contraproducente el feminismo hijo del marxismo, heredero de la lucha de clases (que, por cierto, está más que trasnochado), también lo es un antifeminismo que se encoge de hombros.  

Y es que, en el entorno de ciertas formaciones políticas, incluso entre algunos católicos, hay una necesidad de poner al día argumentos que no son de recibo. No me gusta el término patriarcado, porque los conceptos definen lo que enuncian y el patriarcado era un poder absoluto del padre de familia sobre sus hijos y su esposa. Pero es verdad que, aprovechando asentamientos sociológicos o culturales que se han favorecido en la historia, y que no tienen por qué haber ido mal en otras épocas, se mantienen dinámicas moral y ontológicamente acomodadas y equivocadas. Hay que ganar en formación y lenguaje.

Un ejemplo es la división de las tareas domésticas, que cada cual en su casa ha de redistribuir como guste. ¿Dónde está escrito que corresponden a la mujer? ¿O que el hombre deba priorizar el trabajo y la mujer hacer encaje de bolillos para poder desempeñar una profesión? Otro es la sumisión, que tantas veces se explica mal. El marido es cabeza para cuidar a la mujer, no para otra cosa. Y la mujer recíprocamente cuida al varón. Si hay que predicar la sumisión es mutua: uno dándose y la otra dándose también.  

 

Huyamos, pues, de protocolos y disfraces por un lado y por otro. De estructuras feministas y antifeministas artificiosas Abro un inciso. Empieza a ser habitual tropezarse en Internet con usuarias que nos devuelven a la época dorada de las pin-ups, las tradwives… La opción por dedicarse exclusivamente al hogar es preciosa, y una tarea elogiable para quien la elija en plena libertad y diálogo con su familia, pero algunas la plantean desde una parafernalia que roza el fetichismo y el clasismo.  

Desandemos pasos equivocados, porque en el principio no era así. En el principio Adán reconoció en Eva carne de su carne y huesos de sus huesos. Cuando Adamah (palabra neutra, que viene de "tierra") cae en un profundo sueño, Dios le quita una costilla para la creación de otro ser con el que este primero no se sintiera solo: no hay varón, hasta que no hay mujer, y viceversa. Y la costilla no es la cabeza (superioridad), tampoco es el pie (inferioridad). La costilla es el costado: estamos de frente.

Estaría bien volver al inicio de nuestras respectivas existencias, sin caer en la ingenuidad, pero sin tropezar con prejuicios. A una mirada cotidiana y luminosa de la realidad. En el fondo, todo es más sencillo.

Carola Minguet 

Universidad Católica de Valencia 

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