El engaño de la eutanasia

La peste.
La peste.

El Tribunal Constitucional desestimó hace unos días el recurso del PP contra la ley de eutanasia, al igual que rechazó el que planteó Vox el pasado mes de marzo. La sentencia argumenta que existe una base que le da cobertura, asentada en los "valores y principios constitucionales vinculados a la libertad y dignidad personal" y al derecho fundamental a la integridad física y moral consagrado en el artículo 15 de la Carta Magna.   

La oscuridad detrás de la legalización de la eutanasia se descubre desde el punto de vista jurídico, biomédico, ético y también social, en tanto que puede entenderse como un fomento del suicidio. Hay muchos flancos desde donde abordarla. Uno que no suele considerarse es el engaño que supone para la persona y, en consecuencia, para los pueblos. Que el hombre meta más la mano de lo que le toca en el final de la vida, al igual que en su inicio, es peligroso porque le hace creer que es más de lo que es.    

Muchos filósofos han sostenido que lo más importante es el conocimiento de uno mismo. Es lo más urgente (si uno no se conoce bien, actuará mal) y lo más difícil (pues tenemos tendencia al autoengaño). Pues bien, el hombre es cocreador, con deseos y capacidades que dan cuenta de esta condición, pero que, si no son ordenados y puestos en su lugar, pueden enajenarlo.    

Así, aunque no sufrir y no ver sufrir a los seres queridos es un deseo arraigado en nuestra naturaleza (y que no hay que desoír) existe una enorme diferencia entre recurrir a los cuidados paliativos y acabar con la vida de una persona. Somos criaturas, al fin y al cabo. Por tanto, asentir ante prácticas y leyes que deciden sobre la vida y la muerte alimenta el engaño respecto a nosotros mismos.    

Además, en el dolor hay también un descubrimiento de quiénes somos. Evidencia nuestra vulnerabilidad, hace pequeño al enfermo y a quien lo acompaña; talla a ambos en la humildad. Hay algo que aprende el hombre cuando sufre y sólo entonces. Por eso la enfermedad no es el problema, como tampoco lo es la muerte. El problema del ser humano es el sufrimiento en mayúsculas, al que no encuentra sentido. Cuando sorprende, aturde, paraliza… No hay forma de racionalizarlo, de integrarlo.   

¿Por qué existe el sufrimiento? La pregunta es lacerante, resulta más que incómoda, asoma a un abismo, pero hay que formularla, aun con el riesgo de no hallar respuesta. Así lo han hecho muchos intelectuales y escritores, a menudo con crudeza, como Albert Camus en La Peste. Un biógrafo del ensayista y periodista francés cuenta que, a los doce años, mientras paseaba por Argel, vio a un camión dar marcha atrás y arrollar accidentalmente a unos niños que jugaban a las canicas. Uno murió y Camus le dijo a un amigo que estaba en ese momento con él: “Mira al cielo, ¿ves qué silencio? Nadie responde”.    

Ahora bien, ¿hay otra respuesta a este escándalo? La tradición cristiana la propone en el Salvador, pero también tantos creyentes, cuando están en la angustia, lo ponen en entredicho. ¿Me interesa que me salve de algo que no sea dejar de pasar por lo que estoy pasando? Sobre todo, cuando el sufrimiento es de tu amiga, de tu hijo, de quien amas, es tremenda la impotencia.    

¿Qué hacer? ¿Alienarnos en una fe justificadora, como afirman los marxistas? ¿Rebelarnos? ¿Resignarnos? Dostoievski, Kafka… muchos se han preguntado sobre un Dios que acorrala contra la pared. Eli Wiesel, en La noche, su relato sobre los campos de Auschwitz y Buchenwald, cuenta que se detuvo ante el cadáver de un niño ahorcado por los oficiales alemanes y escuchó decir a alguien: “¿Dónde está Dios, entonces?”. Wiesel oyó en ese momento una voz dentro de sí que dijo: “Ahí está, está colgado ahí…”.  

Es la respuesta del cristianismo: la cruz, un misterio insondable que interpela a todos tarde o temprano: ante la infidelidad, la traición, el abandono, la soledad, la ruptura, el maltrato, la injusticia... Por eso no es un signo religioso sino universal, cósmico. Hay algo que quiere decirnos y que no hemos logrado entender. Hemos dado carpetazo antes de abrirnos al significado que esconde.

 

Carola Minguet Civera

Universidad Católica de Valencia 

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