La coparentalidad es un fake

Niños.
Niños.

Cada vez más personas en España se interesan por plataformas que ponen en contacto a hombres y mujeres que anhelan tener un hijo sin necesidad de construir un vínculo sentimental. A esta fórmula, que ya está extendida en EE.UU., Francia, Reino Unido y Canadá, se la conoce como coparentalidad. El proceso es más o menos el siguiente: los usuarios demuestran que disponen de salud, trabajo y solvencia económica, contactan a través de la web con alguien afín, se conocen, a veces conviven durante periodos vacacionales, comparten tiempo con sus respectivas familias... sin entablar una relación amorosa (hay casos, incluso, en los que los futuros padres tienen una pareja estable, pero que no quiere tener hijos, o que uno es homosexual y el otro heterosexual).

Si muestran cierta compatibilidad, firman un acuerdo sobre la crianza del hijo que compartirán. El paso último es acudir a una clínica de reproducción asistida y encontrar un embrión.  

Quienes defienden esta moda en ciernes acuden, fundamentalmente, a las similitudes habidas -al menos en la parte logística- con la custodia compartida de los hijos tras un divorcio. Por su parte, aquellos que se oponen esgrimen, entre otras razones, lo que algunos psicólogos han llamado «cosificación de la paternidad».

Ciertamente, hay muchas aristas para analizar en esta práctica, pero lo primero que conviene aclarar es que huele a fake. ¿Por qué? Porque la relación paternofilial y maternofilial tiene unas características propias que no se dan con la coparentalidad, por intenso que sea el deseo de ser padres de quienes recurren a ésta, por razonable que parezca garantizar al hijo tener un padre y una madre.     

Y es que la crianza de un niño pide un tipo de relación entre los padres que no es de compañerismo, ni siquiera de amistad, sino de conyugalidad. Y una de las diferencias respecto a la amistad es que el amor conyugal pide -en condiciones normales- proximidad no sólo psicológica, sino también física. Es decir, la cercanía con el hijo es grande, tan grande, que la llamamos intimidad.

De hecho, su vida empieza con el abrazo íntimo entre un hombre y una mujer y así ha sido y es naturalmente. ¿Ahora lo cambiamos? Quien lo proponga que lo haga descubriendo las cartas sobre la mesa: reconociendo que se trata de un experimento. Y los experimentos no se hacen con seres humanos, aunque suenen muy bien.     

Porque este ensayo suena bien, tiene un envoltorio brillante, según se publicita a través de documentales y reportajes: como una suerte de paternidad platónica, un término que, por cierto, se ha acuñado ya para referirse a la coparentalidad.

Sin embargo, ni es idílico ni las ideas funcionan cuando se desarraigan de la realidad, pues entonces se convierten en sombras. No es ideal para un niño la ruptura de sus padres, y con esta fórmula la sufre de raíz, de forma irreversible, como una condena perpetua. Como los hijos de padres separados, tendrá un padre y una madre que lo quieran, evidentemente; pero que no vendan la desunión como la panacea, sobre todo al propio hijo.   

Por su parte, deconstruir la familia a través de progenitores conocidos vía catálogo, que se reparten a base de calendarios y horarios la educación de su bebé fecundado in vitro… Pues, la verdad, no está claro.

 

Habrá que esperar a que pasen los años para ver cómo ha evolucionado la planta, si ha muerto o se ha convertido en un árbol frondoso. Y es que la vida de una persona se puede descubrir o calibrar como truncada o plena si la consideras en su totalidad o, al menos, en un arco amplio de tiempo. No valen las evaluaciones instantáneas.  Por eso, antes de seguir circulando el merchandising de la coparentalidad paremos, tomemos aire, miremos a los niños y defendámosles. De paso, cuidémonos todos de las mentiras, aunque sean piadosas o bienintencionadas.   

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