"Ahora que ya nos veis, hablemos"

La tempestad.
La tempestad.

Entiendo que a estas alturas no queda nadie que no haya sufrido la campaña de Igualdad “Ahora que ya nos veis, hablemos”. Se presentó con motivo del 8M para fomentar la educación sexual y eliminar tabúes, pero, acabando el mes de marzo, nos sigue atormentado a través de distintos soportes y canales.  

Huelga decir que la iniciativa es absurda porque no se educa a golpe de propaganda. Si atendemos al segundo objetivo, también resulta torpe: el contenido es rancio y la supuesta moraleja, simple. Además, según ha aludido la Fundación de Juristas Cristianos al pedir su retirada, los anuncios resultan ilícitos en virtud del art. 3 de la Ley General de Publicidad, pues son contrarios a la dignidad de la persona y fomentan estereotipos de carácter sexista, así como de la Ley de Comunicación Audiovisual, al contener imágenes de sexo explícito. 

Otro tema que puede plantearse es la arbitrariedad institucional de esta nueva embestida: el Gobierno quiere promover la educación sexual, pero elimina la belleza y la donación intrínsecas a la relación sexual. Esto explica la deliberada fealdad de las imágenes (que no son eróticas -no representan el amor-, sino tórridas) y que su lenguaje sea pornográfico, pues, aunque la puesta en escena está edulcorada en este sentido, hay una cosificación manifiesta de la sexualidad y, por tanto, de la persona. Resulta incongruente adulterar algo para promoverlo. Tanto como fomentar la dieta mediterránea en los colegios repartiendo bollería envasada en los recreos. 

Con todo, lo que más perturba es el desánimo que destila la campaña, que resulta un claro ejemplo de pesimismo antropológico. De hecho, la sexualidad deconstruida que quiere imponer el Ministerio de Igualdad recuerda a la sociedad imaginada por Aldous Huxley en Un mundo feliz, primero, porque es una representación ficticia; en segundo lugar, porque se refiere a personas alienadas, sin vínculos y, por tanto, sin esperanza.  

La palabra preferida del Gobierno de la novela es «estabilidad», y se invoca para garantizar una felicidad universal, aunque sea a costa de tener esclavos. Así, el escritor británico relata una humanidad futurista ordenada en castas, saludable y avanzada tecnológicamente, donde no hay guerras ni pobreza, tras haber sido erradicadas la familia, el arte, la literatura, la religión, la filosofía, el amor. Con el mantra de la «inclusión», nuestros dirigentes ofrecen la misma distopía: una sociedad donde la manipulación y el adoctrinamiento masivo llevan al control absoluto de sus miembros, bajo una fachada de benevolencia. 

Un mundo feliz. El título tiene su origen en una obra de William Shakespeare, La tempestad (un alegato contra las utopías) en el acto V, cuando Miranda pronuncia su discurso: ¡Oh, qué maravilla! // ¡Cuántas criaturas bellas hay aquí! // ¡Cuán bella es la humanidad! Oh, mundo feliz, // en el que vive gente así.  

Al final de la obra de Huxley restan sólo como personas felices las que son libres. El problema es que, al ser consideradas salvajes, viven recluidas en reservas. En este punto me viene a la cabeza la hora de las catacumbas de Benedicto XVI y respiro. Porque las profecías no son utopías. Incluso cuando la utopía no es perversa, y se invoca ingenuamente para combatir el conformismo, acude a la mentira, con consecuencias desastrosas. En el dolor de la profecía, sin embargo, hay verdad.  

 
Carola Minguet Civera
Universidad Católica de Valencia

 
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