La pobreza cristiana dista mucho de la miseria

Si algún concepto doctrinal resulta polisémico –con perdón por el término‑, es el de pobreza. Lo he pensado tras leer el texto del mensaje papal para el tiempo de Cuaresma, que comienza con el Miércoles de Ceniza.

La verdad es que no extraña el paradójico título del documento: “Se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza”. Al cabo de un año de pontificado, las posibles sorpresas enlazan con la coherencia de la propia personalidad: se comprende que, de las muchas facetas que gravitan en este tiempo litúrgico, el papa haya elegido un tema, que procede de la Segunda Carta de San Pablo a los Corintios; el apóstol los alienta a mostrar su generosidad ayudando a los hermanos de Jerusalén que están atravesando dificultades. Francisco se interroga sobre el significado de la invitación a la pobreza evangélica de San Pablo en nuestros días, y propone a los fieles “algunas reflexiones, a fin de que os sirvan para el camino personal y comunitario de conversión”.

Al cabo, casi todo depende de la libertad. Cristo no era rico, en el sentido habitual del término; era infinitamente más: la segunda persona de la Trinidad omnipotente; pero se abajó, a través de la kénosis, asumiendo la estricta condición humana. Dentro de ésta, no eligió situaciones de poder o riqueza, sino las propias de una familia trabajadora y modesta en un rincón de Galilea. Allí comenzó la obra de la Redención, antes de consumarla en su vida pública y en la pasión, muerte y resurrección.

            Ese abajamiento no se puede reducir a términos más o menos unívocos, como repiten quienes predican la pobreza con ocasión y sin ella, hasta lograr reacciones de hastío en sus oyentes. Porque –como puntualizó el Cardenal Robert Sarah en la presentación oficial del mensaje- “la visión cristiana de la pobreza no es la misma que rige el sentimiento común. Demasiado a menudo se considera la pobreza simplemente en su dimensión sociológica y se entiende como una falta de bienes. Por otra parte, se recurre a menudo al concepto de ‘Iglesia pobre para los pobres’ como una forma de contestación a la Iglesia, oponiendo a una Iglesia de los pobres, una Iglesia buena... a una Iglesia de la predicación y de la verdad, dedicada a la oración y a la defensa de la doctrina y de la moral.”

Francisco hace coincidir la pobreza en la que Jesús nos libera y nos enriquece, con su modo de amarnos, de estar cerca de nosotros, como el buen samaritano. ¿Cómo no recordar la fuerza con que Benedicto XVI escribía en Deus caritas est, 31 b), sobre esa gran parábola de Jesucristo?: “El programa del cristiano —el programa del buen Samaritano, el programa de Jesús— es un «corazón que ve». Este corazón ve dónde se necesita amor y actúa en consecuencia”.

La pobreza, más aún para personas laicas, nunca se reducirá a la mera renuncia. San Josemaría formuló un criterio paradigmático, justamente a propósito de las madres de familia en Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, 110ss. Me limito a citar unas frases: “Quien no ame y viva la virtud de la pobreza no tiene el espíritu de Cristo. Y esto es válido para todos: tanto para el anacoreta que se retira al desierto, como para el cristiano corriente que vive en medio de la sociedad humana, usando de los recursos de este mundo o careciendo de muchos de ellos”.

Lo importante es hacer compatibles “dos aspectos que pueden a primera vista parecer contradictorios. Pobreza real que se note y se toque ‑hecha de cosas concretas‑, que sea una profesión de fe en Dios, una manifestación de que el corazón no se satisface con las cosas creadas, sino que aspira al Creador, que desea llenarse de amor de Dios, y dar luego a todos de ese mismo amor. Y, al mismo tiempo, ser uno más entre sus hermanos los hombres de cuya vida participa, con quienes se alegra, con los que colabora, amando el mundo y todas las cosas buenas que hay en el mundo, utilizando todas las cosas creadas para resolver los problemas de la vida humana, y para establecer el ambiente espiritual y material que facilita el desarrollo de las personas y de las comunidades”.

            El papa invita hoy a aliviar la miseria humana  ‑material, moral, espiritual‑ con variedad de condiciones y exigencias. Entre tantas facetas, precisa: “Se ha dicho que la única verdadera tristeza es no ser santos; podríamos decir también que hay una única verdadera miseria: no vivir como hijos de Dios y hermanos de Cristo”. Todo un programa para meditar y vivir durante la Cuaresma…, y siempre.

Salvador Bernal

 


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