La lógica de la Misericordia

En el año Jubilar que celebramos recordemos que etimológicamente misericordia significa “sentir la desdicha de otros” o bien “el corazón que se da al que está lejos del amor o es enemigo del amor”.

Como todo amor, también la misericordia procede de Dios. Ahora bien, Dios en su intimidad es ante todo amor, comunión. Sólo en Él se dan de modo pleno las palabras de san Bernardo: «El amor se basta por sí mismo, agrada por sí mismo y a causa de sí mismo. Se fruto es experiencia. Amo porque amo, amo para amar». Por esta razón hay autores que advierten que en su intimidad Dios es amor, pero no misericordia.

Sin embargo, hay una característica del amor de especial interés: se basta a sí mismo pero nada es bastante para el amor. El amor es efusivo, fecundo, desea compartir sus bienes y su felicidad con otros, con muchos: en este sentido Dios crea por amor: «para tener en quien depositar sus bienes» dice san Ireneo. Este amor derramado podría no existir, es condescendencia gratuita. Es hesed, es decir, misericordia, pues la mayor indigencia es el no existir. De ahí que el predicador del Papa, Cantalamessa comenta que la misericordia de Dios es anterior al pecado.

Tras el pecado entra el mal en el mundo. Frente a la falta de correspondencia de las criaturas que eligen impedir que su amor se haga creador en ellos, Dios no se impone, respeta con infinita medida su libre opción: los dejará hacer. Pero su misericordia inventiva le llevará a amar todavía más, otorgando nuevos y aún mayores dones. De ahí que  la misericordia de Dios, que comenzó como donación se amplía  a la misericordia como perdón, dando lugar a la lógica de la Redención. La Redención, es presentada por Juan Pablo II, ya desde su primera Encíclica, como la Creación renovada. Lo diremos con palabras de su texto inédito: «La Redención es, tal vez antes que nada, la nueva donación al hombre y a la entera humanidad de lo bueno y bello, que se otorga en el misterio de la Creación. Con la Redención todo se hace nuevo (cfr. Ap 21, 5).

Esa lógica manifiesta, ya en el proto-evangelio, su voluntad salvadora a través de un nuevo don, su propio Hijo: «Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único, para que todo aquel que cree en él no muera, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). Lógica del amor de Dios, que san Pablo no duda en calificar como excesivo (Ef 2, 4-5), que aporta nuevas ventajas, como aquella de ser hijos en el Hijo, lo que hace clamar a la liturgia: ¡Felix culpa! El pecado fue redimido por la misericordia y de un modo sorprendente, a través del dolor. Ciertamente, no era necesario llegar hasta ahí, pero si Dios dio ese paso fue por había más ventajas, pues si Cristo no hubiera muerto en la cruz no conoceríamos hasta qué punto Dios nos ama. La pasión de Cristo tiene la ventaja también de aumentar más nuestra dignidad humana.

La lógica de la misericordia amplía el don convirtiéndolo en perdón,  llena de estupor y gratitud. Cristo se convierte en el rostro de la Misericordia de Dios, y lleva a cabo la Redención no sólo con el dolor sino sobre todo con el amor, porque sufre por amor, y transforma el dolor provocado por el odio, borrándolo y haciéndolo desaparecer, ahogando el mal en abundancia de  bien. Él mismo dice: «No hay amor más grande que dar la vida por los amigos» (Jn 15,13), y el colmo del amor es que Él la da, cuando aún nosotros éramos enemigos (Rom 5,8).


 
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