Fe, esperanza y caridad. La existencia cristiana

Desde la introducción explica la relación entre esas tres virtudes con referencia al plan salvífico de Dios uno y trino:

1. Las tres virtudes están nuclearmente en el plan de Dios. "En la fe, don de Dios, virtud sobrenatural infusa por él, reconocemos que se nos ha dado un gran Amor, que se nos ha dirigido una Palabra buena, y que, si acogemos esta Palabra, que es Jesucristo, Palabra encarnada, el Espíritu Santo nos transforma, ilumina nuestro camino hacia el futuro, y da alas a nuestra esperanza para recorrerlo con alegría". Por ello, continúa, "fe, esperanza y caridad, en admirable urdimbre, constituyen el dinamismo de la existencia cristiana hacia la comunión plena con Dios" (n. 7). Fe, esperanza y caridad son como energías íntimamente conectadas (como si estuvieran una en otra) para el camino de la vida cristiana: como la luz, las alas y el amor que, conjuntamente, nos llevan a Dios y a los demás.

2. Las tres virtudes se revelan en la historia de la salvación. Ya en el capítulo primero, el más bíblico, se vuelve sobre la esperanza a propósito de la fe de Abrahán: Es verdad que, en cuanto respuesta a una Palabra que la precede, la fe de Abrahán será siempre un acto de memoria. Sin embargo, esta memoria no se queda en el pasado, sino que, siendo memoria de una promesa, es capaz de abrir al futuro, de iluminar los pasos a lo largo del camino. De este modo, la fe, en cuanto memoria del futuro, memoria futuri, está estrechamente ligada con la esperanza" (n. 9).

La unidad de fondo entre fe, esperanza y amor se redescubre más adelante, al pasar de la vocación personal de Abrahán a la Alianza con Israel, y con ello a su propia misión y destino. Es el conocimiento o la verdad del amor de Dios por su pueblo y, a través de ese pueblo, por toda la humanidad y el mundo creado: "Mediante la experiencia de los profetas, en el sufrimiento del exilio y en la esperanza de un regreso definitivo a la ciudad santa, Israel ha intuido que esta verdad de Dios se extendía más allá de la propia historia, para abarcar toda la historia del mundo, ya desde la creación" (n. 28).

3. Las tres virtudes nos capacitan para compartir la vida de Dios en nuestra vida, personal y social. "Precisamente por su conexión con el amor –se dice luego– la luz de la fe se pone al servicio concreto de la justicia, del derecho y de la paz". A partir de su encuentro con Dios, el creyente se integra en el dinamismo del amor de Dios y avanza hacia la plenitud del amor viviendo con él las relaciones humanas y los afanes concretos de su vida en el mundo (cf. n. 51). Esta capacidad transformadora de la fe, es la que hace a esta virtud ser un "bien común", un bien para todos que "nos ayuda a edificar nuestras sociedades, para que avancen hacia el futuro con esperanza" (Ibid).

4. Esto se descubre especialmente en la familia y lo han podido descubrir en concreto los jóvenes en las Jornadas Mundiales de la Juventud (como la que acabamos de celebrar).

La familia se funda en el matrimonio, pues "prometer un amor para siempre es posible cuando se descubre un plan que sobrepasa los propios proyectos, que nos sostiene y nos permite entregar totalmente nuestro futuro a la persona amada"; lo mismo que los hijos son vistos como colaboración con Dios creador y fruto de su confianza en la generación de una nueva persona (cf. n. 52). Apoyados en la fe, los jóvenes manifiestan un compromiso sólido y generoso y la aspiración a una vida más grande (cf. n. 53).

Y es que "el encuentro con Cristo, el dejarse aferrar y guiar por su amor, amplía el horizonte de la existencia, le da una esperanza sólida que no defrauda" (n. 53).

En definitiva, "la fe no es un refugio para gente pusilánime, sino que ensancha la vida. Hace descubrir una gran llamada, la vocación al amor, y asegura que este amor es digno de fe, que vale la pena ponerse en sus manos, porque está fundado en la fidelidad de Dios, más fuerte que todas nuestras debilidades". Así reaparecen la luz y las alas, el impulso del amor, es decir, la profunda relación entre las tres virtudes, vista a la vez desde cada una de ellas) (n. 53).

 

5. También desde la experiencia del sufrimiento puede descubrirse que el servicio de la fe al bien común es un servicio de esperanza. Así acontece cuando confiamos en el amor de Cristo crucificado y resucitado. Y esa confianza nos dispone a vivir el amor a través de la preocupación por los demás: "El dinamismo de fe, esperanza y caridad (cf. 1 Ts 1,3; 1 Co 13,13) nos permite así integrar las preocupaciones de todos los hombres en nuestro camino hacia aquella ciudad 'cuyo arquitecto y constructor iba a ser Dios' (Hb 11,10), porque 'la esperanza no defrauda' (Rm 5,5)" (Lumen fidei, n. 57).

Y de esta manera "en unidad con la fe y la caridad, la esperanza nos proyecta hacia un futuro cierto", lejos de los ídolos y con impulso nuevo para vivir cada día. Por tanto –propone el Papa Francisco– "no nos dejemos robar la esperanza" por los ídolos, las propuestas y las soluciones inmediatas, que solo sirven para hoy. Esas respuestas reducen el tiempo al espacio, que nos "cristaliza" en tres dimensiones y nos impide caminar hacia el futuro con esperanza (cf. Ibid).

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En la Misa de clausura de la Jornada Mundial de la Juventud en Río de Janeiro, dijo el Papa Francisco, a propósito del salmo 95, "Cantad al Señor un cántico nuevo" que ese cántico nuevo no son palabras, no es una melodía, sino el canto de la vida: "Es dejar que nuestra vida se identifique con la de Jesús, es tener sus sentimientos, sus pensamientos, sus acciones. Y la vida de Jesús es una vida para los demás. Es una vida de servicio" (Homilía en Copacabana, 28-IV-2013)

En esto consisten la fe (compartir los pensamientos y la "visión" de la realidad que tiene Jesús), la esperanza (compartir sus acciones) y la caridad (compartir sus sentimientos). Así la vida compartida en unidad con Cristo se transforma en un canto de alabanza y ofrenda a Dios y de servicio a los demás.

Y sólo viviéndolo así, se transmite el mensaje cristiano. Esto es lo que hace posible que la vida ordinaria pueda tener una trascendencia eterna; que podamos "redimir el tiempo".

Con estas palabras concluye Gustave Thibon su libro "Nuestra mirada ciega ante la luz" (Madrid, 1973):

"La máxima nobleza del hombre y el único camino de salvación radican en este rescate del tiempo por la belleza, la oración y el amor. Sin esto, nuestros deseos, nuestras pasiones y todos nuestros actos se reducen a pura vanidad, son remolinos del tiempo que el tiempo se lleva. Todo lo que no es encuentro con la eternidad es tiempo perdido".

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