Nuestra hermana la muerte

Desde el Cántico de las criaturas de San Francisco, poco se han atrevido a hablar de la muerte con esa cercanía, como lo que verdaderamente es: la meta de nuestra vida, el paso definitivo hacia la vida eterna. Es patético el miedo que tienen personas aparentemente cultas y serias a hablar con verdad de lo más seguro que hay en la vida. ¿Cómo es posible que el hecho más importante de nuestra existencia sea ocultado sistemáticamente, como un tabú?

Hay diferencias sobre este concepto entre el cristiano sin prejuicios y otras muchas personas que, aunque lo sean “de nacimiento”, de hecho, no practican. Hay distancias inmensas entre el cristiano practicante y el ateo, incluso entre el cristiano y el creyente de religiones politeístas. La distancia entre judíos y cristianos existe, pero es menor, y algo parecido ocurre con los musulmanes, pues todas las religiones monoteístas beben del conocimiento del Antiguo Testamento -aunque haya interpretaciones distintas-  y, por lo tanto, tienen la revelación del pecado original.

Solo desde ese dato de la creación del hombre y de la caída inicial, se puede entender el porqué de la muerte, y también el porqué del sufrimiento en la muerte. ¿Qué hubiera sido del hombre sin el pecado original? Dar vueltas sobre ese tema es hacer teología-ficción, y no lleva a nada útil. Lo que sabemos es que el dolor y la muerte nos unen a la cruz de Cristo, que murió por nosotros para salvarnos.

Pero independientemente del sufrimiento que lleva consigo –que cada vez es menor, dada la tendencia a sedar al enfermo terminal que sufre…- la muerte añade dolor al que se queda. De hecho, no se puede decir que sea trágica cuando el difunto pasa de los 80, aunque según avanza la medicina, ya hay quien dice “¿cómo, se ha muerto, pero si solo tenía 82 años?”. En todo caso se da la incongruencia constante de que cuando una persona ha muerto, y porque ha muerto, se habla de ella como “pobre Fulano” o “pobre Fulanita”. Seremos pobres los que nos quedamos, en la medida en que echamos en falta a aquella persona querida… pero el difunto ha llegado a su meta.

Se hizo famosa, recientemente, la foto de una carmelita en el momento de la muerte, por la impresión de felicidad, de paz, que emanaba. No la imagen de una persona fallecida, cuyo cadáver suele ser “maquillado”; esta era la imagen de una persona muriéndose. Me pareció poco pertinente entrar en esa intimidad, pero no hay duda de que para muchos ha sido una lección, al menos una posibilidad de reflexión.

Sal 115, 15: “Es cosa preciosa a los ojos de Yahvé, la muerte de sus justos”. Ap 14, 13: “Bienaventurados los que mueren en el Señor”. I Tes 4, 13: “No queremos, hermanos, que ignoréis lo tocante a la suerte de los muertos, para que no os aflijáis como los demás que carecen de esperanza”. Se podrían citar muchos otros textos de la Sagrada Escritura, y se manifiesta que el sentido de nuestra vida es la visión de Dios en el cielo. Por lo tanto, que la muerte es la puerta. ¿Por qué tanta tristeza? ¿Por qué tantos lloros? ¿Por qué tanto miedo?

Wolfe, Thomas; Hermana Muerte, Periférica 2014


 
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