El reinado de Cristo como manifestación de la misericordia de Dios

Tenía previsto otro tema para mi columna semanal. Pero me impresionó ayer el Evangelio de la misa en la fiesta solemne de Cristo Rey, término del año litúrgico. La descripción de los acogidos y los reprobados en el juicio final, casi al final de san Mateo, se centra en el cumplimiento o en el olvido de las obras de misericordia. Da qué pensar, porque, en rigor, va más allá de lo justo y de lo injusto: no tengo obligación jurídica de vestir al desnudo o dar de comer al hambriento, pero ahí me juego la vida eterna. También, porque Dios será misericordioso: no tendríamos remedio si nos aplicase sólo la estricta justicia. Como se lee en Es Cristo que pasa, dentro de la homilía de san Josemaría Escrivá de Balaguer en esta fiesta el año 1970: “Es la obra de la salvación, el reinado de Cristo en las almas, la manifestación de la misericordia de Dios” (n. 186).

Esto me ha ayudado a entender mejor la insistencia del papa Francisco en destacar el carácter misericordioso de toda vida cristiana auténtica. En el fondo, apunta con otra expresión hacia la caridad, tan bellamente descrita por san Pablo en la primera carta a los de Corinto. Y no deja de traer a la memoria el “bienaventurados los misericordiosos” del Sermón de la Montaña.

Este elemento central del cristianismo resalta aún más en tiempos de crisis: ¿qué sería de muchos sin la actividad de Caritas, o de los Bancos de Alimentos –justamente galardonados hace poco con el premio Príncipe de Asturias  o tantas ONG no necesariamente confesionales?

He recordado también que el Catecismo de la Iglesia católica dedica un apartado, dentro del 7º mandamiento, al amor de los pobres: en su brevedad, sitúa bien el fundamento teológico de esa práctica que cuajó –no sé desde qué momento histórico  en la enseñanza catequética de las catorce obras de misericordia: materiales y espirituales. Como se precisa ahí, con cita de la encíclica Centesimus Annus de Juan Pablo II: “No abarca sólo la pobreza material, sino también las numerosas formas de pobreza cultural y religiosa”.

La misericordia –así lo sugiere la etimología  es tarea del corazón. Por tanto, ofrece amplitud de enfoques y criterios, lejos de sentimentalismos, estereotipos o simplificaciones. No se puede cosificar ni banalizar, en línea de la reiterativa “opción preferencial” que hizo estragos en quienes la llevaron al límite del liberacionismo. Querían dar un fundamento intelectual a acciones bien intencionadas, pero sin superar quizá cierto paternalismo, una crítica que habrían rechazado frontalmente.

El papa recordó algunos principios fundamentales en la FAO el pasado día 20: “Los hambrientos piden dignidad, no limosna”. Porque la Iglesia –afirmó el pontífice, y no pensaba en la jerarquía, sino en los bautizados  “siempre trata de estar atenta y solícita respecto a todo lo que se refiere al bienestar espiritual y material de las personas, ante todo de los que viven marginados y son excluidos, para que se garanticen su seguridad y su dignidad”.

No es cuestión de ideologías ni de equilibrios, sino de fidelidad al Evangelio, porque, efectivamente, con CEC 2445, “el amor a los pobres es incompatible con el amor desordenado de las riquezas o su uso egoísta”. Aunque sea preciso hoy refundar el concepto de ley natural –Benedicto XVI lo deseaba vivamente , no se pueden negar exigencias universales de la justicia. Desde la fe cristiana, Francisco lo expresó también en términos aparentemente críticos: “Si se cree en el principio de la unidad de la familia humana, fundado en la paternidad de Dios Creador, y en la hermandad de los seres humanos, ninguna forma de presión política o económica que se sirva de la disponibilidad de alimentos puede ser aceptable”. Menos aún la corrupción que, en tantos lugares, frena la llegada de la cooperación internacional a quienes siguen insuficientemente nutridos.

Pero la misericordia no es algo abstracto, como señaló el papa el domingo en la alocución del ángelus, con referencia al evangelio del día. Traduzco del italiano, y no me atrevo a usar comillas: el Evangelio nos recuerda que la cercanía y la ternura son la regla de vida para nosotros, con la que seremos juzgados. La salvación no comienza con la confesión de la realeza de Cristo, sino con la imitación de las obras de misericordia con las que Él ha realizado el Reino.


 
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