La necesaria veracidad en la vida ciudadana

Del sinfín de las cansinas declaraciones sobre temas decisivos en España, se concluye la hipertrofia de afirmaciones y desmentidos carentes de verosimilitud. Ciertamente, el problema no es sólo español, como muestran los debates periodísticos y parlamentarios en muchos países sobre la posible intervención bélica contra Siria. O los affaires continuos en la política italiana, desde Berlusconi a los grillini. Pero resulta más agotador por estos pagos: quita las ganas de leer periódicos nacionales.

Reglas implícitas o expresas de la convivencia democrática o de la vida mercantil admiten cierto nivel de cosmética reparadora, de retórica, del clásico dolus bonus. Pero sin una información enraizada en principios éticos de verdad y libertad, Occidente podría desmoronarse, especialmente ante la fortaleza y desfachatez de los grupos terroristas internacionales.

Todo esto sucede tras el desmoronamiento del absoluto marxista, que destruyó el concepto teórico de verdad y aplicó profusamente la mentira en todos los ámbitos de la existencia. ¿Cómo no recordar La confesión de Artur London? Al cabo, las sociedades de la antigua URSS y de los países satélites no acaban de recuperar la normalidad, que exige un mínimo de confianza, rota incluso en los ámbitos más íntimos de la familia.

Ahora gana terreno el absoluto islamista, dentro de una cultura que no duda en mentir al enemigo o al infiel siempre que sea necesario. A veces, temo que Occidente se esté islamizando: no por el aumento de inmigrantes que profesan la religión musulmana, sino por el crecimiento de la capacidad de engaño en la vida política y económica, a pesar de las continuas apelaciones a la transparencia.

Hace unos días, en San Petersburgo, el G20 ha difundido unas conclusiones en esa línea, que resulta ineludible recibir con suspicacia: palabras que suenan bien –aunque no se trate de los temas típicos de lo políticamente impuesto‑, pero que probablemente no incluyen las consecuencias de llevarlas a la práctica. Recuerdan la sorna de aquel viejo político español sobre el incumplimiento de los programas. Pero cada vez se van a tolerar menos actitudes de grandes líderes –de Barack Obama a David Cameron‑ que se alejan de la antigua tradición anglosajona: dicen lo que contrario de lo que hacen, o al revés, según se prefiera.

Desde luego, como suelo reiterar, la verdad –al menos, la honesta decisión de poner los medios para encontrarla, según la conocida doctrina del Tribunal Constitucional español‑ es decisiva para la comunicación, núcleo de la convivencia. Esa búsqueda sincera de la verdad no es, como a veces se escribe, un límite del derecho a la libre expresión; al contrario, forma parte de su esencia: se dice, con términos tautológicos, que el ordenamiento jurídico protege la "información veraz"; en realidad, la mentira no merece el nombre ni la sustancia de información: por su apariencia de verdad, provoca desinformación, y sustenta las diversas formas de prepotencias.

Sólo la información –verdadera‑ construye sociedades libres. Nunca se insistirá bastante en la conexión de la veracidad y el respeto de la dignidad humana. Una sociedad no puede funcionar con tantos y tan continuos engaños. A veces resulta patético ver cómo un personaje niega o falsea evidencias elementales, sin que nadie le exija la dimisión, dentro o fuera de su partido. Se pueden seguir repitiendo frases sobre diálogo y transparencia, pero sin un mayor compromiso de veracidad no se sostiene, a corto y largo plazo, la credibilidad indispensable en el sistema democrático propio de la sociedad abierta.

 
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