Muerte de un cristiano creyente

Cementerio de La Almudena.
Cementerio de La Almudena.

Consciente de la creación, del pecado y de la vida eterna, al preparase a morir el cristiano creyente se sitúa  ante tres hechos con los  que necesariamente, lo quiera o no, se tiene que enfrentar y recapacitar, aunque siempre tenga la posibilidad de encerrarse completamente en sí mismo, y no dar alimento a ese palpitar de la eternidad que, cercano ya el fin terrenal, rebrota en el corazón de todo ser humano, aunque durante muchos años de la vida el hombre haya querido enterrarlo, ahogarlo, erradicarlo, del fondo del alma: esas heridas no se cierran jamás.

Estos tres hechos son: la conciencia de su límite radical y existencial; además del límite, la sombra de la muerte reverdece en el espíritu la conciencia del juicio sobre sí mismo: ¿qué sentido ha tenido mi vida?, ¿ha valido la pena vivir?; y en tercer lugar, la muerte, de una forma u otra, coloca al hombre ante su propia soledad: la muerte la vive cada ser en soledad, consigo mismo o con Dios.

¿Cómo reacciona el hombre ante la conciencia viva de esos tres hechos? La diferencia de reacción puede ser muy grande entre el creyente cristiano y el no creyente -y los creyentes de otras religiones-, y los que se declaran ateos. En este artículo me limitaré a considerar las reacciones de cristianos creyentes y practicantes, que se enfrentan claramente con esos tres hechos.

Ante el límite de la vida terrenal, el creyente descubre que el límite de su vivir de algún modo se desvanece. La persona se sabe criatura e hijo de Dios, en el sentido más natural y sobrenatural. Y la conciencia de esta verdad atraviesa el límite de la vida terrenal y sitúa a la criatura en continuidad vital con la vida eterna. Deja la tierra; no deja de ser hijo de Dios.

El creyente, y practicante, sabe que ha sido creado por Dios; creado y relacionado ontológica y vitalmente con Dios. Y con esa luz en su corazón, en su inteligencia vive la muerte. Sabe que va a ser juzgado en vista de la vida eterna. La vida con Cristo ha empezado aquí, y está llamada a seguir abierta ya definitivamente al amor de Dios en la vida eterna, aunque también puede quedar cerrada a ese amor por la eternidad.

La muerte al pecado prepara al espíritu del hombre creyente en Jesucristo, Dios y hombre verdadero, para resucitar con Él.

Fue la reacción de un padre de familia, profundamente cristiano, que bien consciente de que le quedan muy pocos días de vida, reúne en torno a una mesa a su mujer y a sus siete hijos y recibe con serenidad y paz el sacramento de la Unción de los enfermos, después de la Confesión y Comulgar.

El creyente sabe que durante toda su vida está caminando hacia la vida eterna. Ve la muerte no como un final, no piensa en ese momento solamente como un límite sino como una `puerta abierta a la eternidad. Lógicamente, es natural que en su espíritu surja alguna oscuridad sobre si su relación con ese Dios que anhela acogerle, y con Quien ha caminado ya durante sus años en la tierra, ha sido la que ese Dios se esperaba.

“Auméntame la Fe, la Esperanza y la Caridad”, son las palabras con las que muchos hombres y mujeres que han dejado una aureola de santidad en la tierra, se han acercado a esos momentos de su propia muerte. La oscuridad por la que puede pasar su espíritu no les quita la confianza en Dios Padre que les ha creado y les ha sostenido a lo largo de sus días y les ha perdonado en el sacramento de la Penitencia; pero puede hacer tambalearse un poco su fe, su esperanza, su amor.

 

Es una triple petición que hacen al Señor para vencer, en Él y con Él, las tentaciones que pueden disturbar más hondamente la paz de su alma en esos momentos.

En la vivencia de la resurrección, el creyente vence la muerte, independientemente de que las reacciones nerviosas, psíquicas, puedan llevar consigo angustias y tribulaciones. No está solo. Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo está con él dándole la seguridad de que la vida no acaba, de que la muerte, en realidad, no existe para la persona en sí misma. El saber que acaba un modo de vivir, pero no el vivir en sí mismo, le fortalece y le lleva a vivir en lo hondo de su espíritu el arrepentimiento y el amor de Dios. Y la Virgen le acompaña maternalmente.

Para vivir así profundamente la muerte y vivir ya en la muerte el palpitar de la eternidad, el creyente ha de morir radicalmente al pecado.

La luz abre el alma para vivir la muerte de la propia muerte; la redención de la muerte. Y así, en la muerte de quien vive con Cristo y muere al pecado, la vida adquiere su verdadero sentido, su pleno sentido. Manifiesta que ha valido la pena vivir, sufrir, amar, servir, vencer el pecado. Y presenta el verdadero rostro de Dios en el día del juicio:

“¿No brilla en tu alma el deseo de que tu Padre Dios se ponga contento cuando te tenga que juzgar? (Camino, 746); y se compagina con esa disposición que el mismo Josemaría Escrivá recordó apenas un mes antes de su propia muerte: “De la otra vida nos separa un diafragma tan tenue, que vale la pena estar siempre dispuestos a emprender ese viaje con alegría” (22-V-1975).

San Pablo expresa con nitidez esta situación en su carta a los Romanos: “Los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo fuimos incorporados a su muerte. Por el bautismo fuimos sepultados con Él en la muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva. Por tanto, si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con Él, pues sabemos que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre Él” (cfr. Rm, 6, 3-11).

ernesto.julia@gmail.com

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