El legado cultural de los últimos obispos de Roma

Benedicto XVI ha subrayado en múltiples ocasiones el valor evangelizador de la belleza. Una de las últimas fue la audiencia general del pasado 6 de febrero. Dentro de su progresiva catequesis sobre el símbolo de la fe cristiana, glosó la frase "Creador del cielo y de la tierra", a la luz del primer capítulo del Génesis: "Dios ‑afirmó- es la fuente de todas las cosas y la belleza de la creación revela su omnipotencia de Padre amoroso". Hasta seis veces repite el Génesis el "Y vio Dios que era bueno". Añadía el papa: "Todo lo que Dios creó es bueno y hermoso, lleno de sabiduría y de amor, la acción creadora de Dios aporta orden, insufla armonía, da belleza".

Ahí está colocado el hombre, en expresión de Benedicto XVI, no en "un bosque salvaje, sino un lugar que protege, nutre y sustenta; y el hombre debe reconocer al mundo no como propiedad para saquear y explotar sino, como don del Creador, ... para cultivar y cuidar con respeto siguiendo los ritmos y la lógica, de acuerdo con el plan de Dios". Sin duda, la experiencia de la belleza, de las manifestaciones más hermosas de la creatividad humana, es un camino más entre los que llevan a la comprensión de la trascendencia.

Ha aparecido muchas veces estos días la foto de Joseph Ratzinger delante del teclado de un piano. Sabía bien de lo que hablaba cuando, al despedirse de los cardenales el 28 de febrero, les animaba a pedir por la unidad: que el colegio "sea como una orquesta, donde las diversidades, expresión de la Iglesia universal, contribuyan siempre a una armonía superior y concorde".

Juan Pablo II gozaba de voz y oído, aunque no me consta que tuviera una especial inclinación hacia la música. Pero cultivó personalmente otras facetas de la cultura humana, como la poesía o el teatro. En su pontificado se "completó" la impresionante plaza de san Pedro con el mosaico de la Mater Ecclesiae. Y creó en 1982 el Consejo Pontificio de la cultura. En su carta fundacional venía una frase rotunda, que el entonces pontífice repitió en otras ocasiones, una para mí especialmente querida, en el aula magna de la Facultad de Derecho de Madrid, durante el viaje de 1982: "una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no enteramente pensada, no fielmente vivida".

En el camino de la belleza, Benedicto XVI manifestó especial sensibilidad por la liturgia. No es casual que haya sido el tema del primer volumen publicado de sus obras completas. En la estela de su maestro Romano Guardini, dio siempre gran importancia a este elemento esencial de la vida cristiana. Ciertamente, no le interesaban tanto las formas, como el sentido profundo del misterio. Pero, sin ánimo de polémica, me permito un desahogo personal frente a tantas "creatividades litúrgicas" que los laicos sufrimos en silencio: con buena voluntad, pero con poca cultura estética y lingüística, algunos clérigos "privatizan" lo que es obra pública (la acción litúrgica), y la empobrecen.

La pasión por la cultura resulta inseparable de la búsqueda de la verdad. De ahí una frase recurrente de Joseph Ratzinger, que refleja la crisis del pensamiento postmoderno ‑la dictadura del relativismo‑: si no procede de textos anteriores, aparecía en la homilía de la Misa al comienzo del cónclave anterior, como Cardenal decano.

Planteamientos culturales sólidos necesitamos hoy los cristianos, para conseguir ese reencuentro entre fe y razón. Así se evitará también la ceguera de la razón ante los criterios que le dan sentido, como sintetizaba Benedicto XVI en su discurso en Ratisbona de 2006. Además, ese enfoque de fondo es particularmente indispensable –me parece‑ ante la creciente intolerancia de "lo políticamente impuesto". Nunca me escandalizo de las tonterías que dicen de vez en cuando católicos practicantes en puestos de relieve en la vida pública. Pero siento que no hayan pensado de veras lo que dicen. Para que la razón sea lugar de encuentro desde la profundidad de las convicciones, y no de las frágiles veleidades de momentos pasajeros.

 
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