También en la familia hay deberes de justicia

Mucho se escribe estos días sobre matrimonio y familia, con ocasión del sínodo extraordinario que se celebra en Roma. Se repasan los grandes criterios, y algunos parecen dar más importancia a las patologías que a la normalidad. Pero tengo la sensación de que se olvidan demasiado de las exigencias de la virtud cardinal de la justicia, esencial en las relaciones humanas.

   Lejos de mí cualquier deseo de referirme propiamente al derecho de familia. Junto con las sucesiones, constituía el último tramo del derecho civil que se impartía hasta fecha reciente en las Facultades de Derecho españolas. Más de un profesor añora ese plan, más formativo seguramente que las innovaciones lanzadas bajo el paraguas de Bolonia, quizá no gratas para el maestro Irnerio.

   Porque la realidad es que sólo suele invocarse el derecho de familia, cuando las cosas van mal. El riesgo es que provoque problemas adicionales, en vez de resolver los planteados. Nunca olvido a mi buen padre, abogado en ejercicio, que sólo llevaba causas matrimoniales cuando le correspondía por el turno de oficio; las veía como juicios en los que quien sale malparado es el inocente: los hijos. Por eso prefiero hablar de justicia, no de derecho, aunque no olvido que en la doctrina clásica el derecho es justamente el objeto de la justicia.

   Ser justo es reconocer y conceder lo debido a otro, ad aequalitatem, como expresaba Tomás de Aquino, en términos procedentes de la Ética a Nicómaco  de Aristóteles: “lo justo es un término medio entre una especie de ganancia y de pérdida en los cambios no voluntarios y (consiste en) tener lo mismo antes que después”. No se confunde con el igualitarismo, pues los  derechos son distintos, por edad, condición, profesión, circunstancias, etc.

   La Biblia menciona más de 800 veces palabras como justicia o  justo. Pero la gran definición sigue siendo la de Ulpiano en el Digesto: la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno lo suyo. Así se consigue la igualdad jurídica, que remedia cualquier desequilibrio entre quien debe recibir y quien debe aportar. Por tanto, y vuelvo a un concepto clásico, la paz es fruto de la justicia, porque opera la tranquilitas ordinis, según Agustín de Hipona.

   No se trata de un juego de sentimientos o subjetividades, sino de la entrega de lo efectivamente debido a otro. Existe un derecho ajeno, exigible más allá de la subjetividad. Tal vez la justicia es la única virtud que distingue entre su objeto y la perfectividad de quien la vive. Porque existe la figura, no siempre bien ponderada, del juez inicuo, capaz de dictar sentencia  justa, pero sin rectitud de intención y, por tanto, siendo subjetivamente injusto.

   Así sucede con los compromisos mutuos que surgen del pacto patrimonial, y que incluyen derechos en favor no sólo de los contrayentes, sino de los posibles futuros hijos. Por ejemplo, en fechas recientes, se han dictado sentencias en favor de los derechos del niño, aunque los jueces no reconocieran la licitud o legalidad de procesos biomédicos empleados para la procreación de nuevos seres humanos.

   Los derechos pueden surgir de la ley positiva, de las costumbres (en épocas no lejanas la propina formaba parte del salario debido a quienes prestaban determinados servicios), de los principios generales del derecho (así, las referencias civiles a la diligencia o la responsabilidad del buen padre de familia), o de la propia autonomía de la voluntad de los ciudadanos. Esas fuentes confluyen de modos diversos sobre la familia, y configuran una auténtica red de derechos y deberes insoslayables para quien desee simplemente ser justo. No cuenta ya la affectio, sino el compromiso contraído.

   En la justicia no cabe propiamente el in medio virtus: mientras no se cumple, se paga o se devuelve todo, la justicia es imperfecta. “La conducta justa –según Aristóteles‑ es un término medio entre cometer injusticia y padecerla; lo primero es tener más, lo segundo tener menos”. Aunque se atempere por la equidad, para evitar el summum ius summa iniuria; y, entre los cristianos, por la caridad.

 

   Uno de sus elementos esenciales es la obligación de restituir; si no, permanece la injusticia, la desigualdad, aunque puedan producirse  consecuencias difícilmente mensurables de leyes o conductas personales injustas. Desde este planteamiento se comprende mejor la dificultad –quizá la imposibilidad‑ de encontrar soluciones para algunas injusticias derivadas de rupturas matrimoniales, también porque existen derechos no renunciables.



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