La educación o formación bíblica

De ahí la importancia de la educación o la formación bíblica, encaminada primero a comprender la Palabra de Dios, que da sentido pleno a nuestra vida y a la vida del mundo; y hacer así posible que los cristianos seamos eco de esa Palabra con nuestra existencia, vivida de forma coherente.

      La Palabra de Dios se ha manifestado desde la creación y a lo largo de la historia de la salvación de muchas maneras (cf. Hb 1, 1-2): ha establecido una Alianza con los hombres, a través del Pueblo elegido, y ha quedado consignada especialmente en las Sagradas Escrituras. Pero sobre todo nos ha hablado en su Hijo: “Con su presencia y manifestación, con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y resurrección gloriosa, con el envío del Espíritu de la verdad” (Concilio Vaticano II, DV, 2). En ese sentido Jesús, Palabra encarnada de Dios, es el “narrador” del Padre, el “exegeta” de los designios divinos, el “rostro” humano de Dios (cf. exhortación Verbum Domini, de 2010, n. 90).

      Si Jesús es el “rostro” de la Palabra, la Iglesia es la “casa” de la Palabra de Dios. Una casa sostenida por la enseñanza apostólica, la fracción del pan, la oración y la comunión fraterna en la familia de Dios (cf. Hch 2, 42). Así la Palabra de Dios puede ser anunciada, celebrada y vivida.

      La Palabra de Dios es “anunciada” por los cristianos: además del diálogo apostólico de cada uno con sus iguales, con motivo de las relaciones familiares, de amistad, de trabajo, etc., avalado por su coherencia de vida, está la predicación de los Pastores de la Iglesia y los consejos de una dirección espiritual experimentada; como también la catequesis (la formación cristiana) y la enseñanza escolar y académica de la religión.

      La Palabra de Dios “celebrada” se transmite en la liturgia de la Iglesia, particularmente en la celebración de los sacramentos. Así la Escritura y la liturgia son la principal “escuela” de la oración cristiana, para que luego nuestra vida se haga concorde con lo que rezamos. Particularmente los salmos, oraciones inspiradas por Dios, nos enseñan cómo rezar para recibir luz e impulso para vivir unidos a Cristo y a su Cuerpo místico, la Iglesia; pues, como dice san Agustín, en los salmos Cristo “ora por nosotros, como sacerdote nuestro; ora en nosotros, como cabeza nuestra; recibe nuestra oración, como nuestro Dios” (Comentario sobre los salmos, Ps 85, 1: CCL 39, 1176-1177).

   Con la fuerza de la Escritura y de la oración,  la vida cristiana en medio de las situaciones más corrientes de cada día, es un resplandor de la Palabra de Dios para otros. La Palabra de Dios “vivida” se enseña y transmite de diversas formas: en los esfuerzos de los misioneros, en la vida de las familias, en los trabajos de los cristianos y en su contribución a la vida pública, cultural y política. Y siempre en la caridad, sobre todo con los más necesitados. Por eso la vida de los santos es “un rayo de luz que sale de la Palabra de Dios” (Verbum Domini, n. 48).

            ¿Cómo educar para una comprensión e interpretación cristianas de la Biblia?  ¿Es necesaria una información sofisticada sobre las cuestiones filológicas e históricas? ¿No basta, entonces con la fe? La solución está en la armonía entre los diferentes aspectos que están en juego. Lo que se trata es de ayudar a “vivir” la Palabra de Dios: “La interpretación más profunda de la Escritura proviene precisamente de los que se han dejado plasmar por la Palabra de Dios a través de la escucha, la lectura y la meditación asidua” (Verbum Domini, n. 48). De esto se trata cuando hablamos de una “lectura orante” de la Escritura: una lectura y una comprensión que enriquezca la oración del que lee y transforme su vida.

Para esto la Iglesia propone los siguientes pasos: (cf. Verbum Domini, n. 87): 1) lectura: ¿qué dice el texto en sí mismo? (conocer el contexto histórico y literario, sirviéndose de las ediciones de la Biblia con notas explicativas); 2) meditación: ¿qué nos dice el texto a cada uno y a la comunidad cristiana, aquí y ahora?; 3) oración: ¿qué podemos decir al Señor como respuesta a su Palabra? (oraciones de petición, intercesión, agradecimiento y alabanza); 4) contemplación: ¿qué conversión o qué cambio de nuestra mente, del corazón y de la vida nos pide el Señor? (discernimiento);  5) acción: ¿qué hemos de hacer a partir de ahora en concreto, para hacer vida lo que Dios nos dice, por amor a Él y a los demás?

 “Es indispensable –afirma el Papa Francisco recogiendo las palabras del Sínodo de 2008– que la Palabra de Dios ‘sea cada vez más el corazón de toda actividad eclesial’ (Exhortación Evangelii gaudium, n. 174). Si esto es así, ¡cómo no tendrá que situarse la educación bíblica en “el alma” de la educación cristiana! No le corresponde, por tanto, un lugar yuxtapuesto a las enseñanzas doctrinales o morales, sino el ser fuente viva de toda la formación en la fe.

 

Algunas recomendaciones de la Iglesia en este sentido son: enseñar el sentido literal del texto sagrado (lo que los autores quisieron decir); la conveniencia de memorizar algunos pasajes centrales para la vida cristiana; la finalidad de la educación bíblica ha de ser transmitir la actualidad y la vida de la Palabra de Dios; el talante pedagógico debe adecuarse a esta comunicación vital de la Escritura, de modo que los cristianos reconozcan que su existencia personal está comprometida con la historia de la salvación (cf. Exhortación Verbum Domini, n. 74).

Respecto al primer punto, el sentido literal, señala el Papa Francisco: “La lectura espiritual de un texto debe partir de su sentido literal. De otra manera, uno fácilmente le hará decir a ese texto lo que le conviene, lo que le sirva para confirmar sus propias decisiones, lo que se adapta a sus propios esquemas mentales. Esto, en definitiva, será utilizar algo sagrado para el propio beneficio y trasladar esa confusión al Pueblo de Dios. Nunca hay que olvidar que a veces ‘el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz’ (2 Co 11,14) (Exhortación Evangelii gaudium, n. 152).

Además de esta formación bíblica que vivifique transversalmente toda la educación cristiana, debe ponerse un particular atención en la formación de los catequistas y demás educadores, y promoverse el “apostolado bíblico” en centros especializados.

Todo ello lo sintetizaba el Sínodo sobre la Palabra de Dios (2008) refiriéndose a la formación de los fieles laicos: “Se ha de formar a los laicos para discernir la voluntad de Dios mediante una familiaridad con la Palabra de Dios, leída y estudiada en la Iglesia, bajo la guía de sus legítimos Pastores. Pueden adquirir esta formación en la escuela de las grandes espiritualidades eclesiales, en cuya raíz está siempre la Sagrada Escritura. Y, según sus posibilidades, las diócesis mismas brinden oportunidades formativas en este sentido para los laicos con particulares responsabilidades eclesiales” (Verbum Domini, Ibid.).

 

Ramiro Pellitero, Universidad de Navarra

Igelsiaynuevaevangelizacion.blogspot.com


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