El deseable estatuto internacional para Jerusalén

La política internacional de Donald Trump merece, a mi juicio, las críticas que está recibiendo y aún más: porque se aferra a la soberanía estatal, un concepto trasnochado, raíz última de la mayor parte de los conflictos desde la edad moderna a nuestros días.

Sí llamaría la atención, frente a un acostumbramiento poco crítico, sobre la radical diferencia con que se enjuician, con silencios clamorosos o comentarios favorables, comportamientos internacionales basados en idénticos principios. Quizá se explica porque las decisiones de Washington dan miedo, en cuanto pueden ir adelante con órdenes ejecutivas. Mientras que, por ejemplo, los acuerdos de la UNESCO quedarán probablemente en el tintero.

Lo cierto es que, antes de Trump, la asamblea de la organización con sede en París rompió el relativo consenso sobre Jerusalén, en contra del parecer de su directora general. La mayoría decidió reescribir ideológicamente la historia, al desligar del judaísmo hace un año la colina del antiguo Templo, en notoria negación del pasado real.

La directora, la búlgara Irina Bokova, hizo una declaración pública inequívoca, que comenzaba con estas palabras: “Como he afirmado en numerosas ocasiones, la más reciente durante la 40ª reunión del Comité del Patrimonio Mundial, Jerusalén es la ciudad sagrada de las tres religiones monoteístas: el judaísmo, el cristianismo y el islam. El lugar fue inscrito en la lista del Patrimonio Mundial de la UNESCO en reconocimiento de esta diversidad excepcional y de la coexistencia religiosa y cultural”.

El embajador de España ante esa organización internacional se abstuvo en la votación y, salvo error mío, nadie ha exigido luego un mínimo de responsabilidad a tamaño dislate. Tampoco cuantos se escandalizan hoy justamente contra Trump.

Sobre Jerusalén confluyen sentimientos religiosos y políticos de máxima entidad, como recordaba el sábado en ABC Silverio Nieto, a propósito de la actitud de la Santa Sede a lo largo de los años y ante la crisis actual. Esa tercera es un buen resumen del estado de la cuestión desde la perspectiva cristiana.

Pero, una vez más, emerge la gran diferencia entre el cristianismo y las demás religiones implicadas en el problema. A la Santa Sede le preocupa la paz, el cumplimiento de las resoluciones internacionales, y el libre y universal acceso a los Santos Lugares. Sólo tras el dad al César lo que es del César entra en el mundo una saludable laicidad, con la consiguiente separación de esferas, aunque costará siglos que penetren en la vida social, de modo análogo a lo sucedido con el rechazo de la esclavitud.

El problema es que el Estado de Israel, aunque se autodefina como laico, califica de antisemitismo cualquier crítica a decisiones políticas básicas: así, el establecimiento en 1950 de la capitalidad en la Ciudad Santa, contra el criterio de internacionalidad aprobado por la ONU.

En esa línea de máximos, la provocadora presencia de Ariel Sharon en la explanada de la mezquita de Al-Aqsa en septiembre de 2000, marcó el comienzo de la segunda Intifada. El gobierno de Israel rectificó, y parecía que no desea cambiar el status quo, ni lesionar los legítimos derechos de los musulmanes, de modo semejante a las prácticas de libertad religiosa que aplica en el conjunto de los lugares santos de los cristianos. Por su parte, Palestina vive con relativa resignación la invasión de la Jerusalén-Este, en la que habría fijado su capitalidad dentro de la tesis de los dos Estados.

 

La respuesta de las autoridades religiosas ha sido clara, como informó Religión Confidencial. El papa Francisco abordó con nitidez el problema al final de la audiencia del miércoles 6. Hizo un enérgico llamamiento general al respeto del status, de acuerdo con las resoluciones de la ONU. Recordó que Jerusalén es una “ciudad única, sagrada para los hebreos, cristianos y musulmanes, que veneran los Lugares Santos de las respectivas religiones, con una vocación especial a la paz”. Concluyó: “Rezo para que esa identidad sea preservada y reforzada en beneficio de la Tierra Santa, de Medio Oriente y del mundo entero, y que prevalezca la sabiduría y la prudencia para evitar añadir nuevos elementos de tensión en un panorama mundial agitado, caracterizado por tantos y tan crueles conflictos”. La Santa Sede sigue con seria atención la evolución del problema, hasta el punto de dar lugar a un extenso comunicado oficial de la Sala de Prensa este domingo, que reitera y amplifica las palabras del Pontífice.

La nueva tensión internacional originada por Donald Trump no es religiosa, pero traerá muchos males para la vida de los creyentes en el mundo, particularmente en Tierra Santa.



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