El cumpleaños de la hermana María José

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La hermana María José.

Llegué al velatorio cuando había anochecido. No llovía pero el frío ambiental apuntaba maneras. Me topé de bruces con la hermana Irene, que por lo que he podido comprobar después tenía créditos suficientes de experiencia para llevar la voz cantante.

Y allí estaba María José, la hermana María José, su cuerpo. Mejor dicho. Allí estaban los recuerdos, su voz delicada, frágil y cálida, firme. No habían sido muchas las veces que nos habíamos encontrado. Más fueron las que habíamos hablado por teléfono. Yo sabía de ella y ella sabía de mí y de los míos. No necesitábamos más.

Todos los velatorios son iguales y todos son distintos. Todos los cadáveres son iguales y todos son distintos. No, no fue en una película de Woody Allen, ni nos habíamos vuelto locos.

Fue en el velatorio del Centro Laguna. La hermana Irene, rodeada de seis religiosas más, dos de ellas jóvenes africanas, una asiática, otras dos de mediana edad, me dijo que ese día era el cumpleaños de la hermana María José.

A una voz angelical no se le ocurrió otra cosa que decir “¿Por qué no le cantamos el cumpleaños feliz?” Pues a cantar el cumpleaños feliz. Allí estábamos, ante los restos mortales de la hermana María José, diciéndole que todos la deseábamos un nacimiento feliz.

Claro, su Dies Natalis, el día del nacimiento a la eternidad, al amor de Dios, a la vida verdadera. “Para mí la vida es Cristo y morir una ganancia” (Fil. 1,21). No sé por qué últimamente escucho con demasiada frecuencia a personas de Iglesia, de cierta edad, decir que están a la espera…

Los primeros cristianos. Me acordé de ellos. ¿Qué hacían cuando uno de los hermanos, en las comunidades, acababa sus días en la tierra? Seguro que no es la primera vez, ni será la última, que ante los restos mortales de un creyente, injertado en la vida nueva de Cristo resucitado, los que le rodean cantan un sentido cumpleaños feliz.

Pues sí, el día en que entregó su alma a Dios, su esposo, la hermana María José había cumplido años. Unos cuantos, de plenitud. Ni pocos, ni muchos. Bueno, con los que la quedaban… Su hermano me había dicho hacía unas horas que no hiciera cálculos sobre el misterio de Dios, que solo confiara en Él.

Entre miradas robadas a un rostro yacente abrazado por un misterioso halo de inquietante serenidad, otra hermana me contaba que en los últimos días habían recordado juntas los años del hospital san José de Mali, las veces que atendieron a los enfermos moribundos, la época más dura del SIDA, los días y las noches de agotamiento y extenuación, la creatividad de quienes solo pueden utilizar la
medicina de la mirada.

 

La hermana María José era, sin duda, la doctora más querida y demandada en el hospital, me decía. Aún después de algo más de diez años, aquel hospital no se les iba de la cabeza, porque no se les iba del corazón. “Hubiera querido morir allí”, sentenció.

Desde que supo que tenía una mortal enfermedad, la hermana María José había entregado de nuevo su vida a Dios, había renovado sus votos sagrados, su entrega, se había ofrecido, ella sabe por y para qué, se había inmolado. Le había pedido a su Señor que se la llevara pronto, quizá para no ver sufrir a los que la rodeaban.

Mucho más podría contar de la hermana María José, de su fina inteligencia, que no sé si está en la genética familiar, de sus desvelos, de sus actividades apostólicas con los matrimonios jóvenes del pueblo, de su atención a los ancianos en el Asilo… de sus lecturas, de sus conversaciones…
Fue el día de la Virgen de la Esperanza.

Por cierto, no lo he dicho, la hermana María José es Carmelita Misionera, de las del padre Francisco Palau y Quer, in aeternum. Bueno, y se apellida Carrasco Rouco, también, para toda la eternidad. Pero esa es otra historia.

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