Mi carta de despedida

O poesía o epístola. Y como las musas migran en climas de penumbra, y el verso suelto no rima en consonante entre las pantallas de la vida táctil, he preferido escribirle estas últimas letras a modo de sincera carta de agradecimiento.

Gracias Santo Padre. Gracias Benedicto XVI.

Desde la tarde del 28 de febrero de 2013, su presencia será ausencia, y su palabra, silencio.

Santo Padre, en medio de la humana desazón, nos consolamos con sus textos, una herencia remanso de verdad. Y con los contextos, la memoria, el recuerdo y ese álbum interior de fotos, alguna de cercanos enfoques, de íntimas perspectivas.

Siempre pensé que teníamos un Papa que era un aristócrata, -en el sentido etimológico de la palabra-, de la vida interior, espiritual, no sólo del pensamiento. Aristócrata de la conciencia. Los caballeros, en este momento de complejidades intrahistóricas, de perplejidades por la desintegración de un orden, la disolución de personas y de instituciones, incluso católicas, del imperio de lo efímero y del desequilibrio, de esferas sin centro, cabalgan sobre su vida interior y sobre sus ideas, sabiduría de lo auténtico.

Usted, santo Padre, fue siempre ese punto en el horizonte al que mirar, en el que fijarnos, una presencia elocuente. Se le entendía todo. Y ésa fue su más aguda denuncia profética, esa fina cuchilla que hiende y extirpa lo corrompido.

Santo Padre, sus preguntas... Siempre me apasionaron las preguntas que usted se hacía en medio de un texto. Preguntas que le permitían, persuasivamente, ir hacia delante, seguir profundizando, acompañando y acompasando nuestra inquieta razón en la inapelable búsqueda de sentido. Esas preguntas que, como si fuera un nuevo san Agustín, nos arrastraban a lo esencial y hacía que nos olvidáramos de lo menor en la balanza de nuestras inquietudes y preocupaciones.

Santo Padre, su pontificado no ha sido metáfora, sino testimonio. Y cuando las figuras del pensamiento, y del lenguaje, se colaban por entre sus discursos, ese pastor en medio de los lobos, esa barca, ese timón, esa suciedad, los colores de su pintura estaban cargados de tanta vida, y el contraste era tal, que no podíamos más que rendir las armas de nuestro espíritu crítico y dejarnos vencer por la autenticidad y verdad inapelable de sus argumentos.

Santo Padre, Gracias, de corazón, porque en este mundo en el que no abundan los maestros, generaciones de cristianos hemos comprobado, día tras día, semana tras semana, que pronunciar el nombre de Dios y confesar la necesidad del encuentro con Cristo, en la Iglesia, es vida para el mundo, es nuestra vida y la única garantía de nuestra felicidad y de nuestro futuro.

 

Cuántas veces, santo Padre, hemos bebido la medicina de su magisterio ante el cansancio interior y exterior.

Santo Padre, cuando por última vez extienda los brazos, en ese gesto tan suyo de explosiva timidez, antes de recluirse en la intimidad con Dios, sepa que, quien esto escribe, hace voto público de seguir recostado en sus Obras completas, en su magisterio, para poder descansar.

Podemos decir, sin complejos, que hemos conocido, a través de usted, el don de Dios.

Gracias, Santo Padre.

Hasta siempre.

José Francisco Serrano Ocejajfsoc@ono.com

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