La belleza de templos y catedrales no los transforma en museos

No es necesario explicar la incidencia de la belleza en la cultura religiosa, no sólo cristiana. Cuando en el bachillerato estudiábamos filosofía, aun rudimentaria, aprendimos la íntima unión de los trascendentales: lo bello, lo bueno, lo verdadero.

Hace unos años di en estas páginas noticia de un texto delicioso de Benedicto XVI sobre la música. Lo redactó para agradecer su nombramiento como doctor honoris causa por la Universidad pontifica y la Academia de Música de Cracovia. Su afición era pública y notoria. Su discurso fue una auténtica lección –breve, sistemática, completa‑ sobre la función y la naturaleza de la música. Señalaba su presencia, junto con la literatura y las bellas artes en las diversas culturas y religiones. Pero consideraba honesto reconocer que “en ningún ámbito cultural existe una música de la grandeza de la nacida en el contexto de la fe cristiana: de Palestrina a Bach, a Handel, hasta Mozart, Beethoven y Bruckner. La música occidental tiene algo único, sin paralelo en otras culturas. Y esto –me parece- debe hacernos pensar”.

Me ha parecido, por cierto, un homenaje al papa emérito la concesión del Premio Ratzinger de este año a un destacado compositor contemporáneo, el estonio Arvo Pärt. El papa Francisco manifestó su alegría por la ampliación del premio a las bellas artes, en consonancia con la visión de Benedicto XVI, que tantas veces habló de la belleza como camino privilegiado para abrirnos a la trascendencia y encontrar a Dios.

Lo he recordado al leer un reportaje en La Croix, no sobre música ni conciertos, sino sobre la extensión de la práctica de cobrar una entrada a los visitantes de las catedrales en algunos países europeos. El diario quiere dar contexto a una propuesta estatal francesa de establecer ese sistema para financiar el mantenimiento de templos monumentales. Los obispos franceses se oponen, porque consideran que las catedrales son ante todo lugares de oración y de culto: por tanto, el acceso debe ser libre. Tienen razón. Cómo no olvidar, además, tantas conversiones inesperadas, como la de Paul Claudel, o la relatada por el conocido periodista André Frossard en un libro autobiográfico de gran difusión: Dios existe, yo me lo encontré.

Nunca he ocultado mi reacción crítica la última vez que, de paso por Segovia,  me acerqué a la catedral, dispuesto a rezar brevemente en la capilla del Santísimo, en la que oí misa muchas veces de pequeño en mis estancias veraniegas con las abuelas. Había una ventanilla en la puerta de san Frutos: pensé que venderían tickets para el claustro y el museo, lo único que se cobraba en viejos tiempos. Ni me planteé pagar, pero me indicaron que debía hacerlo. Perplejo, manifesté mis recuerdos a la funcionaria y, ante mi sorpresa, me dijo que la entrada era gratuita para los de Segovia. Asombroso signo de universalidad.

En otras catedrales se reserva una parte –cada vez más pequeña- para quien va a rezar fuera de los pocos actos de culto diario para todo el mundo. Sin perjuicio lógicamente de la entrada a museos o, por ejemplo, en el caso de Santiago, cubiertas y excavaciones. Nadie entendería que se cobrase a los cientos de miles de peregrinos que culminan allí el Camino, y se prostran ante la tumba del Apóstol. Lo cita expresamente el reportaje del diario de París, que menciona también otros templos españoles famosos de acceso libre.

Explica también el debate romano ante la decisión del ministro de cultura de cobrar por la entrada al Panteón: ciertamente, fue un antiguo templo pagano, pero es un lugar de culto católico... Por fortuna, la praxis del Vicariato de Roma es el libre acceso a las iglesias. Es el criterio general de la conferencia episcopal, salvo excepciones tipo Florencia (también para "ordenar" un poco el agobio turístico).

La comunión anglicana ha optado por la solución contraria, y con tarifas más bien elevadas. Por contraste, es gratuita la entrada a la catedral católica de Westminster, sede primada de Inglaterra y país de Gales.

No ignoro las razones de las medidas, pero no sé si algún cabildo se animará a establecer la gratuidad acompañada de un cartel claro y atractivo que invite a contribuir a los gastos de sostenimiento de los templos. En los tiempos que corren no sería difícil incluir una solución informática para enviar donativos desde el móvil. En España no hay tradición de ayuda directa a la Iglesia, pero tal vez fuera un modo de activar el sistema nervioso de una sociedad civil demasiado plana. Desde luego, templos y catedrales deberían ser accesibles a todos, también para frenar una especie de acrítica secularización oficial que los transforma en museos.

 



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