Valores emergentes para evitar la locura de las viejas virtudes

Antes de llegar a los actuales partidos emergentes en Europa casi siempre ligados al populismo y, por tanto, muy inciertos en capacidad de resolver problemas reales, muchos filósofos venían usando ese adjetivo para valores que veían surgir de la crisis postmoderna. Pienso, sobre todo, en Jesús Ballesteros y Alejandro Llano, autores de libros con reflexiones de gran entidad.

Los he recordado estos días, durante una reciente semana en Valencia, donde coincidí con ellos en diversos momentos. Porque, en época de campaña electoral –que prácticamente no sigo, porque no tengo dudas ni indecisiones desde hace tiempo, llega el eco de la reiteración de nobilísimas palabras e ideales, que no tardarán en ser fagocitadas por la velocidad de las comunicaciones y la intensidad cambiante de las posiciones públicas.

No pocas de esas expresiones siembran la confusión, más aún en una cultura –con perdón por la cursilada polisémica. Sin volver a recurrir a Orwell, la realidad es muy distinta de lo que reflejan a primera vista los términos. Me imagino a los votantes hoy indecisos tirándose de los pelos dentro de poco: ¿cómo he podido contribuir a esto? Larga experiencia tenemos en España del “no es esto”.

Quizá por eso he recordado también una frase del gran Chesterton, muchas veces citada, no siempre con precisión. La copio una vez más de su Ortodoxia: “Cuando alguna teoría religiosa es sacudida, como lo fue el Cristianismo en la Reforma, no sólo los vicios quedan sueltos y vagan causando daños por todas partes; pero también quedan sueltas las virtudes, y éstas vagan con mayor desorden y causan todavía mayores daños. Pudiéramos decir que el mundo moderno está poblado por las viejas virtudes cristianas que se han vuelto locas. Y se han vuelto locas, de sentirse aisladas y de verse vagando a solas”.

Anteayer se abría la puerta santa en tantas catedrales o santuarios de Europa, una semana después de la apertura oficial en la basílica de san Pedro: una confirmación del gran valor emergente de la misericordia divina. Suscita especial esperanza su capacidad, como virtud cristiana esencial, de renovar la vida de los creyentes y de toda la humanidad. Porque modaliza con especial ternura y amabilidad la práctica del conjunto de las virtudes humanas y sobrenaturales.

Ciertamente, tras la Encarnación de la segunda persona de la Trinidad, perfecto Dios y Hombre perfecto, según la síntesis histórica del Símbolo Atanasiano, no es fácil distinguir la virtud humana de la sobrenatural, porque todo comunica. No es casual que el Catecismo de la Iglesia Católica comience su artículo sobre las virtudes (CEC 1803, 1º) con una cita de Filipenses 4, 8: “Todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta”.

El carácter cósmico, global, de la Redención estaba magníficamente expresado en un pasaje del evangelio de San Juan (12, 32), tan familiar a san Josemaría Escrivá de Balaguer, a raíz de una locución divina recibida en Madrid el 7 de agosto de 1931: “Y yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos (omnes en la neovulgata, que sustituye al omnia presente en aquella locuela) hacia mí”. Sustenta un fuerte sentido de unidad de vida, que da valor divino a todo lo humano, aun con máximo respeto a la legítima autonomía de lo creado, de modo particular, las realidades temporales.

De ahí la distinción entre ética privada y pública. Y la posibilidad –basta pensar en el evangélico juez inicuo de ser justo hacia los demás desde desarreglos personales. Llegó al extremo empleado profusamente por el viejo marco liberal de que los vicios privados pudieran transformarse en virtudes públicas, según la parábola apícola de Bernard Mandeville. Pero, en una cultural trasparente, cada vez se sostiene menos la incoherencia entre lo personal y lo colectivo. Menos aún cuando se profundiza en la fundamentación de la ética a partir de la dignidad de la persona humana.

La reflexión sobre la misericordia no tiene por qué llevar a buenismos o bondadosidades. Lo subraya Francisco con una cita clásica de Tomás de Aquino: "Es propio de Dios usar misericordia y especialmente en esto se manifiesta su omnipotencia". Más bien puede dar impulso a la construcción de una auténtica ética pública plena y comprensiva, exigente y tolerante, alejada de las imposiciones de lo aparentemente correcto.

 
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