Valores cristianos: tan lejos y tan cerca

Lejos de nosotros pasan cosas importantes. Me refiero a la muerte del Magistrado del Tribunal Supremo de Estados Unidos, Antonin Scalia, un buen cristiano y un buen ciudadano.

El funeral católico fue celebrado por su hijo sacerdote Paul quien destacó la fe de su padre que había recibido como un tesoro y un talento para dar fruto; ella alimentaba su paternidad y amor a su esposa; su entrega a la familia numerosa de nueve hijos; y su coherencia en su profesión.

Recordaba en su homilía que: «Estamos aquí reunidos por un hombre. Un hombre que muchos de nosotros conocíamos personalmente; otros sólo le conocían por su reputación. Un hombre amado por muchos, despreciado por otros. Un hombre conocido por las grandes controversias y por su gran compasión. Este hombre, naturalmente, es Jesús de Nazaret. Este es el Hombre que nosotros proclamamos. Jesucristo, hijo del Padre, nacido de la Virgen María, crucificado, sepultado, resucitado, sentado a la derecha del Padre. Es por Él, por su vida, su muerte y su resurrección por lo que no lloramos como los que no tienen esperanza y por lo que, confiados, encomendamos a Antonin Scalia a la misericordia de Dios».

Y añadía: « Además, le damos gracias porque le dio una nueva vida en el bautismo, le alimentó con la Eucaristía y le sanó con la confesión. Le damos gracias porque Jesús le concedió 55 años de matrimonio con la mujer que amaba, una mujer que le seguía en cada paso y le consideraba responsable».

Desde el ambón, Paul daba gracias a Dios por la vida de su buen padre: «Dios bendijo a nuestro padre con una profunda fe católica: la convicción de que la presencia y el poder de Cristo continúan en el mundo hoy a través de Su cuerpo, la Iglesia. Amaba la claridad y la coherencia de la enseñanza de la Iglesia. Atesoraba en su corazón los ritos de la Iglesia, especialmente la belleza de su culto antiguo. Confiaba en el poder de sus sacramentos como medio de salvación, como Cristo actuaba dentro de él para su salvación».

Destacaba un aspecto capital de su quehacer público al afirmar que «Él entendió que no hay conflicto entre amar a Dios y amar a la patria, entre la fe y el servicio público. Papá entendió que cuanto más profundizase en su fe católica, mejor ciudadano y servidor público sería. Dios le bendijo con el deseo de ser un buen servidor de la patria porque, antes, lo era de Dios».

Esto ocurre a miles de kilómetros de España -pero tan cerca por aquello de la aldea global- donde nuestros magistrados no suelen tener nueve hijos, no suelen ser católicos practicantes, y los que lo son de nombre no suelen ser coherentes con los valores de nuestra civilización cristiana, como la defensa de la vida. Porque entre los cargos importantes en la magistratura, en la política o en las grandes empresas, impera mucho miedo a nombrar siquiera al Dios cristiano, mientras se va extendiendo en la sociedad -institución a institución, persona a persona- el laicismo como interpretación falsificada de la aconfesionalidad del Estado español, establecida en la Constitución que dice: «Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones» (Art 16, 3).

 
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