Religión, libertad y respeto

Dios no es un tema solamente de religión, sino ante todo de razón, una razón asentada sobre la experiencia más íntima del ser humano abierto a algo que le trasciende. Dios se ha hecho accesible al hombre, entre otras razones, porque le ha hecho capaz de alcanzarle.

El hombre puede alcanzar a Dios con la razón y con la experiencia del corazón, pues es un ser abierto a la trascendencia de la verdad y del bien. Esto lo afirma la teología, que justifica su propia existencia y camino en este hecho: que a Dios se puede llegar por la mera razón, y que esta razón es potenciada por la oración y por la reflexión con la fuerza del amor. Un hecho que es a la vez un dato de experiencia y un dato que la fe cristiana confirma.

Que Dios puede ser “alcanzado” por la mera razón (concretamente el hecho de su existencia, y de sus atributos fundamentales como el de ser remunerador) es ante todo un dato de experiencia humana: muchos son los sabios, y también los sencillos, que han buscado y llegado a Dios con sus solas luces y sus experiencias más íntimas. La fe confirma este horizonte del saber del hombre, y guiada por la Revelación, le conduce a  comprender muchos aspectos de la vida íntima de Dios.

El rechazo racional de Dios, que hasta hace pocos siglos se daba solamente en pensadores aislados,  en el mundo moderno se ha vuelto en cierto sentido sistemático, y típicamente anticristiano. Así lo afirma un texto de la  Comisión Teológica Internacional: “Dios Trinidad, unidad de los hombres. El monoteísmo cristiano contra la violencia”, 2014 (cf. p. 67).

Alcanzar a Dios con la razón es posible, sobre todo por la apertura de la razón al amor. Es este un camino de la sabiduría humana en el que están implicadas las disposiciones morales de la persona (cf. n. 71), y por tanto la auténtica libertad.

En efecto, a las personas honradas y abiertas a la belleza y a la verdad, que confían en los demás y se preocupan por ellos, no les es difícil llegar a la conclusión de que existe un Ser supremo, perfecto y justo que da sentido a la vida, y especialmente a todas las cosas que aquí parecen carecer de sentido. La fe cristiana eleva este camino introduciéndonos en la misma vida divina.

Hoy el ateísmo programático intenta negar la experiencia universal de la búsqueda de Dios. Pretende reducir el hecho religioso y la afirmación de Dios a una especie de resultado anómalo de la evolución biológica, resultado del que habría que  prescindir en una época ilustrada y adulta como la nuestra (cf. n. 74). Pero  la renuncia a pensar en la cuestión de Dios es, según san Juan Pablo II “una abdicación de la inteligencia humana que, de esta manera, renuncia simplemente a pensar, a buscar una solución de sus problemas” (Audiencia general, 10-VII-1985).

En esta línea –propone el texto al que nos referimos–, para mostrar la desvinculación entre el monoteísmo bien entendido y la violencia, no basta afirmar que Dios es único. Debe profundizarse en qué sentido Dios es único, cómo es único, y qué significa eso para su relación con el mundo y con los hombres (cf. n. 78).

La teología cristiana ayuda en esta búsqueda con luces propias. Tomemos como ejemplo la denominada “perichóresis” de las tres Personas divinas, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Con ese término griego se quiere indicar que esas tres Personas divinas están la una en la otra, de modo que son el único Dios uno y eterno. Esto podría parecer una pura abstracción sin consecuencias para nosotros. Pero no es así, porque nos ayuda a entender mejor las relaciones entre Dios y el mundo: el Padre y el Hijo se aman a sí mismos y a nosotros por el Espíritu Santo, dice Tomás de Aquino.

 

Y aquí viene la implicación para nosotros: “Dios no está cerrado’ en sí mismo’: al contrario, precisamente a partir de su ser comunión, se dispone a la creación del mundo, al ejercicio de su providencia, a la intimidad de su presencia en las criaturas. Su criatura es su interlocutor por puro amor, no por fuerza” (n. 80).

Según lo entiende la teología cristiana Dios se revela como sabiduría y amor. Por tanto su omnipotencia no es una amenaza ­para la autonomía del hombre, como ha concluido típicamente la modernidad. Pero tampoco la omnipotencia de Dios puede interpretarse como un fundamento para la aberración que supone la violencia en nombre de Dios.

Al contrario, Dios es el garante de la dignidad del hombre, de la justicia y de la esperanza, del sentido de la vida humana. Un sentido, como decía Viktor Frankl, que no podemos alcanzar plenamente por nosotros mismos, sino que debemos abrirnos a él por la fe. Un sentido que implica la superación de la enemistad entre los pueblos y las culturas, y conduce, por tanto, a la búsqueda del entendimiento y de la paz.

De ahí –deduce el texto de la Comisión Teológica Internacional– la necesidad de purificar las ideas sobre Dios,  superando las tentaciones del dominio de unos hombres sobre otros.

Así es. Estas tentaciones se dan en nuestros días con frecuencia en nombre de Dios. Otras veces, también con frecuencia en Occidente,  se dan en nombre de la oposición a un Dios entendido como pura imaginación humana.

Sin embargo, hay que decir que ni la corrupción de la religión ni la autonomía del hombre que pretende autodominarse al margen de Dios –y que parece incapaz de respetar la sensibilidad religiosa de los demás– pueden ayudar a que se respete la dignidad humana y evitar la violencia entre los hombres. Esto solamente puede hacerse curando el egoísmo y abriéndose al amor de Dios y de los demás (cf. nn. 93-96).

En definitiva, es un contrasentido y una deformación de la religión el que la religión se use como pretexto para la violencia. Al mismo tiempo, es un contrasentido y una deformación de la razón el que la razón o la libertad se usen como pretexto para acallar ese gran tema de la razón que es Dios, y para intentar suprimir –muchas veces también con la violencia física o de la agresión ridiculizante y obscena– la búsqueda de Dios por parte de la religión.

Razón y religión pueden y deben ir de la mano, escucharse una a la otra, y criticarse mutuamente en caso de que una de ellas se desvíe de lo auténticamente humano, que es el único y seguro fundamento para que el hombre, como decía Pascal,  pueda alcanzar su vocación, que consiste en sobrepasarse infinitamente a sí mismo. 


Ramiro Pellitero, Universidad de Navarra

iglesiaynuevaevangelizacion.blogspot.com



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