No usar el nombre de Dios para cubrir la injusticia

No sé si se sigue empleando la expresión “tiempo fuerte” para períodos de especial intensidad litúrgica y cristiana como la Cuaresma. Pero, sin duda, estos días son propicios para repensar aspectos centrales de la propia existencia, siempre desde la caridad, como corresponde a la antigua enseñanza evangélica, profundamente desarrollada por san Pablo y los Padres.

De la caridad trató el papa Francisco hace unos días en la homilía de la misa matutina en Santa Marta. Al repasar las exigencias cuaresmales, subrayó la necesidad radical de la caridad con el prójimo, que comienza por vivir con rigor la justicia en las obligaciones humanas: una enseñanza tan antigua que el pontífice podía reiterarla de la mano del profeta Isaías.

Entre los pecados más graves –claman al cielo‑ figuró siempre defraudar a los asalariados. Con el progreso de la civilización, especialmente en Occidente, el dador de trabajo no puede separar ese salario de las llamadas cargas sociales, indispensables de ordinario para la financiación del Estado del bienestar. Se puede discutir lógicamente la forma y la cuantía de las retribuciones, establecidas en la ley y, sobre todo, en contratos colectivos. Se puede no estar de acuerdo con el volumen de aquellas cargas, también desde el punto de vista de su incidencia en la creación o disuasión de puestos de trabajo. Pero no hay vuelta atrás.

Por eso, el papa puede referirse al “pago en negro” como una injusticia: porque excluye o limita seriamente los derechos sociales inmediatos o futuros del trabajador; es un modo moderno del pecado que clamaba al cielo según la voz de los profetas. Y tendría aún una mayor sanción moral si un creyente intentase tapar esa injusticia con una apelación a sus donativos a la iglesia...: es una pecado gravísimo, señala Francisco, usar a Dios para cubrir la injusticia.

No es el único modo de maltratar el nombre de Dios. Al día siguiente de esa homilía del papa, leía en Le Monde un artículo de un autor aparentemente no cristiano con este expresivo título: “Cuando una mafia invoca a Dios para justificar sus crímenes”. Se refería a los recientes tiroteos letales de París y Copenhague, y afirmaba tajantemente: “la religión es sólo una coartada de una deriva odiosa y crapulosa”.

Más que el terrorismo en sentido estricto –con el fin de sembrar un temor generalizado entre la población con idea de conseguir concesiones de los gobiernos‑, le recuerda las represalias ordenadas por los jefes de las grandes bandas del crimen organizado: la ejecución decidida por un clan por razón de “ejemplaridad”, que encubre una auténtica vendetta. En el fondo, para el autor, Al-Qaeda del Yemen sería uno de los clanes que se reparten territorio en los países del Golfo y los vecinos al Mar Rojo, para lograr intereses políticos, militares y financieros desde una vaga invocación a lo sagrado. Con esos asesinatos de impíos o blasfemos tratan de demostrar su poder.

En fin, aunque no esté en el origen de violencias físicas, también es un modo de desvirtuar el nombre de Dios mezclar la religión en cuestiones políticas coyunturales. Algo de esto estamos sufriendo en España, y quizá irá a más en este 2015 lleno de consultas electorales, que quizá deparen el ascenso de nuevos partidos, con el consiguiente retroceso de los más clásicos.

Muy probablemente, será un año confuso, de mucha crispación. Temo que los líderes actuales no tengan suficiente lucidez ni fortaleza para evitar la tentación de mezclar política y religión. Se plantea con términos formalmente modernos, a veces dependientes del impulso de las nuevas “religiones seculares. Pero me recuerdan esquemas antiguos –los estudié en la asignatura de Derecho canónico en segundo año de carrera en Madrid‑ demasiado presentes en la historia de Europa, a pesar de su identidad cristiana, que incluye el radical “dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.

Tal vez por eso, será preciso recordar con el necesario detenimiento –también para laicistas rancios y neodemocristianos‑ los principios fundamentales sentados en la constitución Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II: independencia, autonomía, cooperación.

 

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